domingo, 8 de febrero de 2009

John Donne - 01

En el lecho de  muerte


Al final de la década de los ochenta, cuando la epidemia de SIDA diezmaba la comunidad homsexual y el Director de Salud Pública, Koop, recibía críticas por su actitud compasiva, un amigo mío contrajo la enfermedad. Llegué a conocer a David a través de la música clásica. Como miembro de la junta de Chicago Symphony, nos invitó a Janet y a mi a varios conciertos y nos presentó a los músicos de la orquesta.

Cuando nuestra amistad fue creciendo, David nos contó acerca de su peregrinaje. Había crecido en un hogar cristiano y había asistido a una universidad cristiana conservadora. Fue allí, en realidad, donde tuvo sus primeros contactos homosexuales. Más tarde declaró públicamente pertenecer a la comunidad homosexual y escogió un compañero. "sigo considerándome un cristiano evangélico", me dijo. "Creo que todo lo que dice la Biblia, bueno, casi todo. No sé que hacer con esos dos o tres versículos que hablan del contacto entre personas del mismo sexo. Tal vez esté pecando en mi estilo de vida. Tal vez esos versículos hablen de algo diferente. No se como reconciliar todas las cosas; pero si amo a Jesús y deseo servirlo".

Yo tampoco sabía como reconciliarlas. David daba testimonio a otros de su fe y donaba grandes sumas de dinero para causas cristianas, incluyendo los programas orientados a la sociedad que llevaba a cabo nuestra iglesia, a la cual él solía asistir. Ahora iba a la Moody Memorial Church, mantenía un perfil bajo y se estremecía cada vez que el pastor condenaba a la homosexualidad desde el púlpito. Pero le gustaba la música, y de todas las iglesias a las que había asistido, esta era la que se acercaba más a reflejar su propia teología. "La mayoría de los cristianos homosexuales son bastante conservadores en el aspecto teológico", explicó. "En la iglesia se nos acusa tanto que no nos molestaríamos en ir si no creyeramos que es la verdad".

Janet y yo tratamos de sr amigos fieles de David a pesar de nuestras diferencias. La enfermedad afectó su cuerpo de una manera lenta y terrible. Pasó las ultimas semanas de vida en el hospital, y lo visitábamos tan a menudo como mpodiamos. Algunas veces, lo encontrabamos lúcido y reflexivo. Otras, alucinaba, se imaginaba que éramos parientes o personas pertenecientes a su pasado. Cerca del final, su cuerpo se llenó de llagas púrpura, se le hinchó la lengua y al tener la boca llena de aftas, no podía hablar.

Cuando David finalmente murió, su compañero, consternado, me pidió que hablara en el funeral. "Puede decir lo que desee", me dijo. "Pero le pido una sola cosa: por favor, no predique acerca del juicio. La mayoría de las personas que vendrán no han ido a la iglesia en años. En la iglesia no han escuchado otra cosa que no sea juicio. Necesitan escuchar acerca de un Dios de gracia y misericordia, el Dios al cual David adoraba. Necesitan esperanza"

Durante los dos días siguientes, no fue mucho lo que hice. Escribí y rompí varios borradores de lo que iba a decir. El día previo al funeral, en un repentino momento de inspiración, me acerqué a la biblioteca y saqué un pequeño libro que no había mirado por años: "devociones para ocasiones de emergencia" de John Donne. Tenía las puntas superiores dobladas y estaba subrayado con muchas notas al margen, y al leerlo de nuevo me di cuenta de que no hubiera podido encontrar un mensaje más "moderno" y apropiado que aquel escrito por un poeta de la época isabelina, casi cuatro siglos atrás.

Miré a la audiencia mientras me encontraba de pie frente al púlpito la noche del funeral de David. Sus amistades eran un grupo de personas sofisticadas, amantes de la diversión, y muchos se habían reunido para honrar su vida. Algunos músicos de la Chicago Symphony se habían ido temprano del concierto vespertino y rápidamente se habían dirigido a la iglesia para brindar un tributo musical. Había observado que mientras cantábamos unos pocos himnos, muchos se sentían incómodos hasta de usar un himnario y mucho más de cantar. Sin lugar a dudas, este grupo no era un grupo de iglesia. Sin embargo, era un grupo dolorido: parecían pajarillos indefensos, hambrientos de palabras de consuelo y esperanza. La mayoría de ellos había perdido a otros amigos devorados por el SIDA en los años anteriores. Sentían culpa y confusión y también dolor. La tristeza imprenaba el santuario como si fuera niebla. Comencé contando la historia de John Donne (1573-1631), un hombre que conocía muy bien el dolor. Durante el lapso en que sirvió como decano de la Catedral de San Pablo, la iglesia más grande de Londres, tres oleadas de la Gran Plaga arrasaron la ciudad; tan solo la última epidemia mató a 40.000 personas. En total, la tercera parte de Londres murió, y otra tercera parte huyó al campo, trasnformando a vecindarios enteros en cuidades fantasma. La hierba crecía en medio de los adoquines. Profetas medio locos, con las ropas caídas, asolaban las calles desiertas proclamando a gritos el juicio y, en realidad, nadie creía que Dios había enviado la plaga como un flagelo por los pecados de Londres. En aquel momento de crisis, los londinenses rodearon a Donne en busca de una explicación; o al menos, una palabra de consuelo. Entonces, las primeras manchas de la enfermedad aparecieron en su propio cuerpo.

Los médicos le dijeron que se trataba de la plaga. Le quedaba poco tiempo. Durante seis semanas, estuvo tendido en en umbral de la muerte. Los tratamientos que le prescrbían eran tan crueles como la enfermedad: sangrías, cataplasmas tóxicas, aplicaciones de víboras y de palomas para quitar los "vapores del mal". Durante todo este período oscuro, Donne, que tenía prohibido leer o estudiar pero si podía escribir, compuso el libro Devociones.  Mientras yacía en la cama, convencido que iba a morir, tuvo una lucha sin tregua con el Dios Todopoderoso y la dejó registrada para la posteridad.

Aquel antiguo libro me ha servido como guía indispensable al pensar en el dolor. No solo cuando muere un amigo, sino cada vez que me siento avasallado por el sufrimiento, recurro a él para lograr una mejor comprensión. John Donne es insicivo sin ser blasfemo, es profundo si nser abstracto o impersonal. Cambió para siempre mi manera de pensar acerca del dolor y la muerte, y acerca de cómo mi fe les habla a estras crisis inevitables.

Tomado de "Sobreviviente, a pesar de todo mi fe sobrevive", págs 277-304. Editorial Unilit.

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