No importa por dónde empiece, casi siempre termino escribiendo acerca del dolor. Mis amigos me han sugerido diversas razones que justifiquen esta propensión: alguna herida profunda de la niñez o, tal vez, una sobredosis bioquímica de melancolía. No lo sé. Todo lo que sé es que me preparo para escribir acerca de algo encantador, como las diáfanas alas de una cachipolla y no pasa mucho tiempo antes de que me entregue en las sombras, escribiendo acerca de la breve y trágica vida de una cachipolla.
“¿Cómo podría escribir acerca de otra cosa?, es la mejor explicación que puedo encontrar. ¿Existe algún hecho más fundamental de la existencia humana? Nací en medio del dolor, abriéndome paso en medio de tejidos rasgados y ensangrentados y, como primera evidencia, ofrecí un quejido. Es probable que también muera en medio del dolor. En medio de esos paréntesis de dolor, vivo mis días, avanzando con dificultad desde uno hacia el otro. Como lo expresó el contemporáneo de Donne, George Herbert: “al nacer, lloré y cada día demuestro por qué”.
la enfermedad de John Donne no fue más que el último encuentro con el dolor en una vida marcada por el sufrimiento. su padre murió cuando tenía 4 años. La fe católica de su familia demostró tener una discapacidad invalidante en aquellos días de la persecución protestante: los católicos no podían ocupar puestos públicos, los multaban por asistir a misa y a muchos los torturaban por sus creencias.( la palabra “oprimido” deriva de una técnica popular: a los católicos que no se arrepentían los ponían debajo de una plancha sobre la cual se amontonaban pesadas rocas hasta que a los mártires propiamente les sacaban la vida a presión). Luego de destacarse en Oxford y Cambridge, a Donne le negaron su título debido a su afiliación religiosa. Su hermano murió en prisión, cumpliendo una sentencia por haber albergado a un sacerdote.
Al comienzo, Donne respondió a estas dificultades rebelándose contra la fe. Tenía mala fama de don Juan y celebró sus explotaciones sexuales en algunos poemas más francamente eróticos de toda la literatura inglesa. Al final, deshecho por la culpa, renunció a sus comportamientos promiscuos a favor del matrimonio. había caído bajo el hechizo de una belleza de diecisiete años tan rápida y brillante que le recordaba a un rayo de sol.
Como una amarga ironía, justo cuando Donne decidió asentarse, su vida tomó un giro calamitoso. El padre de Anne More decidió castigar a su nuevo yerno, al cual consideraba poco apropiado. Hizo que a Donne lo despidieran de su trabajo como secretario de un noble e hizo que lo arrojaran a prisión junto con el ministro que había celebrado la ceremonia. desconsolado, Donne escribió su poema más desgarrador: “John Donne, Anne Donne, Undone” [John Donne, Anne Donne, Deshechos]
Una vez que salió de la prisión, Donne, marcado, no pudo encontrar ningún empleo. Había perdido toda posibilidad de cumplir su ambición de servir en la corte del rey Jacobo. Durante casi una década, él y su esposa vivieron en la pobreza, en una casa muy pequeña adonde se iban apretujando con los hijos que nacían a razón de uno por año. Anne sufría de periódicas depresiones, y más de una vez estuvo a punto de morir al dar a luz. John, probablemente desnutrido, sufría de fuertes dolores de cabeza, de retortijones intestinales y de gota. Su trabajo más largo durante este periodo fue un extenso ensayo acerca de las ventajas del suicidio.
En algún momento durante aquella sombría década, John Donne se convirtió a la iglesia de Inglaterra. su carrera se veía obstaculizada a cada momento, por lo tanto, a los cuarenta y dos años de edad procuró que lo ordenaran como sacerdote anglicano. Sus contemporáneos chismorreaban acerca de su “conversión por conveniencia” y se mofaban diciendo que en realidad había deseado ser “embajador en Venecia y no embajador de Dios”. Pero Donne lo consideraba un llamado genuino. Obtuvo el titulo de doctor en Divinidades en Cambridge, prometió dejar de lado la poesía por el bien del sacerdocio y se dedicó exclusivamente al trabajo parroquiano.
Al año siguiente de que Donne se hiciera cargo de su primera iglesia, Anne murió. Había tenido doce hijos en total, cinco de los cuales murieron durante la infancia. John predicó el sermón en el funeral de su esposa, y escogió un texto del libro de lamentaciones, cuya palabras eran dolorosamente autobiográficas: “yo soy el hombre que ha visto aflicción”. hizo un voto de no volver a casarse, no ser que una madrastra la causara más dolor a sus hijos y, como consecuencia tuvo que asumir muchas tareas del hogar y tuvo que usar unos preciados ahorros para pagar ayuda de afuera. Este fue, entonces, el sacerdote asignado a la catedral de San Pablo en 1621: un melancólico incorregible, atormentado por los pecados de su juventud, fracasado en todas sus ambiciones (excepto en la poesía a la cual había renunciado), mancillado por las acusaciones de insinceridad. No parecía el candidato ideal para levantar el ánimo de la nación en los tiempos de la plaga. De todas maneras, Donne se entregó a su nueva tarea con vigor. Se negó a unirse a los muchos que evacuaban Londres y, en cambio, se quedó con sus atribulados parroquianos. Se levantaba todas las mañanas a las cuatro y estudiaba hasta las diez. En la era de la Biblia King James y de William Shakespeare, los londinenses educados honraban la elocuencia y la declamación, y en estas cosas, John Donne no tenía igual. Daba sermones con tanto poder que pronto, a pesar de que la población de Londres se reducía, la vasta catedral estaba atestada de adoradores. Entonces llegó su enfermedad y, con ella, la sentencia de muerte.
Algunos escritores dicen que el conocimiento de la muerte inminente produce un estado de elevado concentración, algo parecido a un ataque de epilepsia; tal vez Donne sintió eso mientras trabajaba en el diario de su enfermedad. este escrito carece de su habitual control estricto. Las oraciones, densas, presentadas como una libre asociación de ideas, superponen los conceptos, reflejando el estado febril de la mente de Donne. Escribía como si tuviera que volcar en palabras cada pensamiento o emoción significativa que alguna vez se le hubiera ocurrido.
“Cuan variable, y por lo tanto miserable, es la condición del hombre. En aquel minuto estaba bien y al siguiente minuto estaba enfermo”, comienza el libro. Cualquiera que haya estado confinado a una cama durante más de unos días se puede identificar con las circunstancias triviales, pero a la vez abrumadores, que Donne procede a describir: una noche sin dormir, el aburrimiento, los médicos consultándose en voz baja, la falsa esperanza de remisión seguida por la temida realidad de la recaída.
El modo del escrito cambia con rapidez y violencia a medida que la enfermedad progresa. El temor, la culpa y la tristeza de un corazón deshecho se turnan en acosar la paz interior. Donne se preocupa por su pasado:¿Acaso Dios lo había “clavado a la cama” como un castigo burlón por su pecados sexuales pasados? En sus oraciones, trata de reunir alguna alabanza, o al menos algo de gratitud, pero casi siempre fracasa. Por ejemplo, una meditación comienza con valor mientras Donne se aferra a la esperanza pensando que en el sueño, Dios nos ha dado una manera de ir acostumbrándonos a la noción de la muerte. Perdemos la conciencia, pero nos levantamos de nuevo al día siguiente renovados y mejorados: ¿no es este un cuadro de lo que nos sucederá después de la muerte? Entonces, sobresaltado se da cuenta de que la enfermedad le había quitado hasta este problema de esperanza: “no duermo ni de noche, ni de día…” ¿por qué algo de la pesadez de mi corazón no se traslada a mis párpados? EL insomnio le había dejado un espacio intacto en el cual podía preocuparse por la muerte, y no le permitía descansar para renovarse de esa preocupación.
Donne se describe a sí mismo como un marinero lanzado de aquí para allá por las imponentes olas de un océano agitado por la tormenta: puede divisar la distante tierra lejana, pero ante la siguiente ola la pierde de vista. Otros escritores han descrito las vicisitudes de la enfermedad con un poder similar; lo que distingue al trabajo de Donne es la audiencia a quien le escribe: Dios. Siguiendo la tradición de Job, de Jeremías y de los salmistas, Donne utiliza el campo de sus pruebas personales como el terreno para su gran lucha con el Todopoderoso. Luego de pasar una vida en un confuso andar errático, finalmente ha llegado a un lugar en el que puede ofrecerle algún servicio a Dios, y ahora, en ese preciso momento, una enfermedad mortal le asesta su golpe. En el horizonte no aparece otra cosa que no sea fiebre, dolor y muerte. ¿Qué hacer con esto?
En Devotions [Devociones], John le pide a Dios que entre en acción. “No tengo la justicia de Job, pero tengo su deseo: hablaré con el Todopoderoso y razonaré con Dios”. A veces, hostiga a Dios, otras se humilla y ruega por perdón, algunas veces discute enérgicamente. Sin embargo, ni una sola vez, Donne deja de lado a Dios en el proceso. El director de escena invisible sigue como una sombra cada pensamiento, cada oración.
Tomado de "Sobreviviente, a pesar de todo mi fe sobrevive", págs. 277-304. Editorial Unilit.
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