lunes, 4 de agosto de 2008

Dolor: El instrumento del Cirujano Herido

Hacemos complicados preparativos para muchos cambios en la vida —una casa nueva, un casamiento, el nacimiento de un nieto, una mudanza. ¿Pero cuántos de nosotros nos preparamos para tener que vérnoslas con el dolor extremo e inesperado? ¿Cuántos sabemos cómo responder a los amigos que sufren? El autor nos ofrece una excelente reflexión sobre el valor del dolor en la vida cristiana.

Estoy sentado en un avión, de regreso de un viaje al Noroeste del Pacífico. En cuatro días entrevisté a tres personas. Una mujer había sufrido un accidente automovilístico. Mientras cruzaba una zona desértica con su mejor amiga, un conductor ebrio pasó sin detenerse ante un aviso de parada, lo que provocó que chocara con violencia contra su auto. Su amiga y el borracho murieron instantáneamente; la mujer sobrevivió pese a sus múltiples heridas: la mandíbula destrozada, un brazo quebrado, el aplastamiento de un pulmón, cortes en la cara y varias heridas internas. Ahora está recuperada, excepto por los recuerdos que la perturban y la perspectiva de tener que someterse a cirugía plástica.

Un joven me contó una historia con un final más feliz. Él y su novia estaban caminando por una hondonada de las Montañas Cascade cuando un puente de hielo que cruzaban se derrumbó, sepultándolos bajo toneladas de hielo. El muchacho pudo librarse picando el hielo con una roca, dirigiéndose luego a buscar ayuda. Un helicóptero rescató a la joven quien después de pasar cinco meses con el cuerpo enyesado, se sanó perfectamente.

La tercera víctima era un atleta de dieciocho años de edad, en Anchorage, Alaska. En el colegio secundario se había destacado en fútbol, basketball y béisbol. Pero durante el último año notó un bulto molesto arriba del tobillo y le diagnosticaron cáncer. Perdió la pierna desde debajo de la rodilla.

En los últimos siete años he entrevistado a decenas de personas con trasfondos como estos. Todas han sufrido severo dolor. Como el caso de una abuela en un hogar geriátrico a quien le quedaban dos semanas de vida. Y el de un piloto de autos de carrera en una sala de quemados.

Cada vez que vuelvo de uno de esos viajes reflexiono en las historias que me cuentan y en las reacciones de la gente ante el dolor. A menudo puedo leerlas con solo una mirada a sus ojos penetrantes, hundidos en las órbitas. Todas la víctimas pasan por etapas similares: dudas, enojo, auto-compasión, ajustes, gratitud, esperanza, más enojo. Algunos llevan este dolor como una marca de coraje. Otros pasan años luchando con Dios.

Estos encuentros me han llevado a realizar una investigación personal sobre el problema del dolor. Cuando le preguntaron a Helmut Thielicke cuál era el problema más grande que había observado en los Estados Unidos, replicó: «Tienen una visión inadecuada del sufrimiento». He llegado a la misma conclusión. Hacemos complicados preparativos para muchos cambios en la vida —una casa nueva, un casamiento, el nacimiento de un nieto, una mudanza. ¿Pero cuántos de nosotros nos preparamos para tener que vérnoslas con el dolor extremo e inesperado? ¿Cuántos sabemos cómo responder a los amigos que sufren?

Después de varios años de hablar con los que sufren y de leer libros sobre el problema del dolor, confieso llanamente que no tengo un sobre herméticamente cerrado con todas las respuestas. No le puedo decir a cada persona que sufre: «¡Igualmente alabe a Dios!» u «Ore pidiendo sanidad y la tendrá». Las perspectivas que he alcanzado son menos generales y tal vez menos satisfactorias.

Algunas religiones, como el Budismo o la Ciencia Cristiana, se ocupan del dolor negando su existencia o superándolo. El Islam acepta el dolor como la voluntad de Alá. Pero el Cristianismo camina por una cuerda floja, afirmando el bondadoso interés de un Dios benévolo enfrentando, sin embargo, honestamente los clamores de un mundo atormentado por el dolor. He encontrado consuelo en la perspectiva cristiana, porque encara el problema con tanta honestidad. «¿Cómo puede un Dios bueno permitir un mundo cómo este?» Es la interrogante perenne que murmura en las páginas de la teología. Creo que el Cristianismo ofrece cuantiosa ayuda para salir adelante ante este confuso problema.

¿Por qué existe el dolor?

Nunca he leído un poema que exaltara las virtudes del dolor, ni visto una estatua erigida en su honor, u oído un himno que le haya sido dedicado. Por lo general se define el dolor como «lo desagradable». Los cristianos realmente no saben cómo interpretarlo. Si uno los pusiera contra la pared, o los sorprendiera en un momento apartado, secreto, es probable que muchos reconocerían que el dolor fue un error de Dios. Él debería haber trabajado más e inventado una forma mejor de alertarnos sobre los peligros del mundo. Estoy convencido de que el dolor tiene mala prensa. Quizás tendríamos que tener estatuas, himnos y poemas al dolor. A corta distancia, bajo el microscopio, el retículo del dolor se ve en una dimensión totalmente diferente.

Quedé profundamente impresionado por la sorprendente efectividad del dolor cuando visité al Dr. Paul Brand de Carville, Luisiana, que es el único hombre que hace campaña a favor del dolor. Sin dudar, Brand anuncia: «¡Gracias a Dios por inventar el dolor! Es el dechado de su genio creador». El Dr. Brand está capacitado para emitir tal juicio, ya que es uno de los más destacados expertos del mundo sobre la lepra, que ataca el sistema nervioso. Los pacientes afectados por este mal pierden los dedos de manos y pies, no debido a que la enfermedad cause la descomposición de los tejidos, sino precisamente por la falta de sensaciones. Nada les advierte cuando el agua está demasiado caliente o el mango de un martillo está astillado. El auto-maltrato destruye sus cuerpos.

El aprecio que Brand tenía por el dolor culminó después de que se le dio una importante subvención para diseñar un sistema de dolor artificial para ayudar a las personas que sufren enfermedades que destruyen los sensores del dolor. Brand tuvo que pensar como el Creador, anticipando las necesidades del cuerpo. Comenzó a trabajar después de contratar a tres profesores de ingeniería electrónica, a un bioingeniero y a varios investigadores de bioquímica.

En primer lugar, el equipo desarrolló un nervio artificial que podía colocarse en la punta del dedo como un guante. El nervio respondía a la presión con una corriente eléctrica que estimulaba una señal de advertencia. Durante cinco años Brand y sus ayudantes se ocuparon de los problemas técnicos. Cuanto más estudiaban los nervios, tanto más compleja les parecía la tarea. ¿A qué nivel debería el sensor emitir una señal de advertencia? ¿Cómo podía hacerse para que un sensor distinguiera entre la presión normal de asir un pasamano y la presión de asir un arbusto espinoso? ¿Cómo podían hacer para permitir el desarrollo de actividades enérgicas como el tenis y advertir todavía de algún peligro?

Brand también notó que las células nerviosas cambian su percepción de dolor para adecuarse a las necesidades del cuerpo. Cuando está inflamada por una infección, la punta del dedo puede hacerse diez veces más sensible al dolor. Un dedo hinchado parece estorbar y ponerse en el camino de lo que quiere hacer, debido a que las células nerviosas «aumentan el volumen magnificando los golpes y raspaduras que son usualmente ignorados».

Estos científicos, que contaban con abundante financiación, no podían encontrar la manera de duplicar esa proeza con los medios de la tecnología actual. Todos los sensores artificiales resultaron frágiles, se rompían o deterioraban por la fatiga del metal o la corrosión después de unos pocos cientos de usos.

Casi todos los que estudian el cuerpo admiten que el sistema nervioso está bien diseñado. Pero uno podría naturalmente preguntar: «¿Tiene que ser desagradable el dolor? Desde luego que un sistema protector es necesario pero ¿tiene que doler? Taladrantes ráfagas de dolor corren al cerebro haciendo encogerse al paciente. —¿No pudo encontrar Dios una forma mejor de hacerlo?»

El equipo de Brand consideró estas preguntas al trabajar sobre una célula nerviosa artificial. Durante mucho tiempo usaron una señal audible que venía a través de un audífono, señal que zumbaba cuando los tejidos recibían presiones normales y sonaba como una chicharra cuando los tejidos estaban realmente en peligro. Pero la señal no era suficientemente desagradable. El paciente toleraba un ruido fuerte si, por ejemplo, deseaba girar un destornillador con demasiada fuerza, aun cuando la señal le decía que podía causarse daño. Se probaron luces parpadeantes pero se las eliminó por la misma razón. Brand recurrió finalmente al shock eléctrico para hacer que la gente soltara algo que la podría lastimar. Había que obligar a la gente a retirar las manos; la advertencia sobre el peligro era insuficiente. El estímulo tenía que ser desagradable, tal como lo es el dolor.

«También descubrimos que la señal tenía que estar fuera del alcance del paciente», dijo Brand. «Porque hasta las personas inteligentes, si querían hacer algo que temían fuera a activar la sacudida eléctrica, apagaban la señal, hacían lo que habían pensado hacer y después la encendían nuevamente, cuando ya no había peligro de recibir la desagradable señal. Yo había sido Dios al poner el dolor fuera de nuestro alcance».

Después de cinco años de trabajo, de miles de horas, y de más de un millón de dólares, Brand y sus asociados abandonaron el proyecto por completo. Un sistema de advertencia adecuado para sólo una mano era exorbitantemente caro, estaba sujeto a frecuentes fallas mecánicas y demostró ser irremediablemente inadecuado para interpretar el cúmulo de sensaciones que encuentra la mano. El sistema llamado a veces «el gran error de Dios» era demasiado complejo para que lo pudiera imitar aún la tecnología más sofisticada.

Fue así como Brand descubrió uno de los hechos más básicos y menos valorados acerca del dolor: que se adecua bien a este mundo caído. Sin el dolor, actos simples como el de palear nieve, darse un baño y girar un destornillador se convierten en peligrosos. Pueden destruir nuestras células a menos que el sistema de advertencia nos imponga sus límites. Para el paciente tullido por la artritis o con cáncer terminal, en quienes el dolor brama fuera de control, cualquier alivio, en especial el de un mundo sin dolor, sería como el mismo cielo. Pero en la mayoría de nosotros, la red de dolor cumple un servicio diario de protección.

El megáfono de Dios

El cristianismo afirma que aparte de adaptarnos a un mundo físico caído, el dolor expresa perfectamente la naturaleza de nuestra sociedad moralmente deteriorada. El sufrimiento es consistente con la visión bíblica del planeta Tierra. Es un planeta corrompido, y el sufrimiento nos recuerda esa circunstancia. C. S. Lewis introdujo la frase: «el dolor, megáfono de Dios». Es una frase apropiada, porque el dolor grita realmente. Cuando me golpeo el dedo de un pie o me tuerzo el tobillo, el dolor le dice a mi cerebro que algo anda mal. De igual modo, la existencia del sufrimiento en esta tierra es, creo, un alarido que nos dice a todos que algo está mal. Nos hace considerar otros valores.

Podríamos creer (y hay quien piensa así) que el propósito de la vida es el de estar cómodos. Divertirse, tener una linda casa, engullir buena comida, satisfacer el instinto sexual, vivir la buena vida. Eso es todo. Pero la presencia del sufrimiento complica esa filosofía. Es mucho más difícil creer que el mundo está aquí, para mi realización hedonística, cuando la tercera parte de los habitantes del mundo se acuesta cada noche con el estómago vacío. Es mucho más difícil creer que el propósito de la vida es el de sentirse bien cuando veo gente destrozada en la autopista. Si trato de eludir la idea y gozo simplemente de la vida, el sufrimiento queda allí, obsesionándome, haciéndome pensar en cuán vacía sería la vida si este mundo fuera todo lo que pudiésemos conocer.

A veces murmurando, en ocasiones gritando, el sufrimiento es un «rumor de trascendencia» que nos hace saber que toda la condición humana está desquiciada. Algo anda mal con una vida de guerras, de violencia e insultos. Necesitamos ayuda. El que desee sentirse satisfecho con este mundo, quien quiera pensar que la única razón para vivir es el disfrute de una buena vida, debe hacerlo poniéndose algodón en los oídos; el megáfono del dolor suena fuerte.

Es este aspecto del cristianismo lo que hizo decir a G. K. Chesterton: «El filósofo moderno me había dicho una y otra vez que yo estaba en el sitio adecuado, y me había sentido deprimido todavía, aun en la aquiescencia. Pero yo había oído que estaba en el lugar equivocado, y mi alma cantaba de gozo, como un pájaro en primavera» (Orthodoxy, Doubleday, 1959, p. 80). Los optimistas le habían dicho que este mundo era el mejor de los mundos posibles, pero él no podía aceptar eso. El cristianismo tenía sentido para él porque francamente admite que este es un planeta corrompido. Uno puede acusar a la doctrina cristiana del origen del sufrimiento de ser débil y poco satisfactoria, que vino como resultado de la abortada libertad del hombre. Pero por lo menos, como lo señala Chesterton, el concepto de un mundo grande pero caído cuadra con lo que conocemos de la realidad.

El dolor, el megáfono de Dios, puede hacerme huir de Él. Puedo odiar a Dios por permitir tanta desdicha. O, por el contrario, puede llevarme a Él. Puedo creerle cuando dice que este mundo no es perfecto, y aceptar la posibilidad de que esté haciendo un lugar perfecto para aquellos que le siguen en una tierra atormentada por el dolor. Si llega a dudar del valor de megáfono que tiene el sufrimiento, visite la sala de terapia intensiva de un hospital. Es diferente a cualquier otro lugar en el mundo. Gente de toda clase camina por los pasillos. Algunos ricos, otros pobres. Hay gente hermosa, sencilla, negra, blanca, inteligente, torpe, espiritual, atea, profesional y obrera. Pero la sala de terapia intensiva es el único lugar del mundo donde ninguna de estas divisiones hace la mínima diferencia, porque todas estas personas están unidas por un solo y fuerte sentimiento, su amor por un pariente o amigo que está en trance de muerte. Allí no se ven saltar las chispas de la tensión racial. Las diferencias económicas y hasta religiosas se desvanecen. A menudo se les ve consolándose mutuamente o llorando en silencio. Todos ellos se están enfrentando a las emociones más profundas de la vida, y muchos llaman a un pastor o a un sacerdote por primera vez en su vida. Sólo el megáfono del dolor tiene la fuerza suficiente para hacer que esta gente se arrodille y reconsidere el sentido de la vida.

Casi todas las personas expuestas al sufrimiento con quienes he hablado tratan con Dios en algún nivel. Cuando el mundo natural de los doctores y las drogas no parece funcionar bien, prueban el mundo sobrenatural. Unas pocas encuentran respuestas milagrosas: sanidades, cesación del dolor, lo sobrenatural. Otras no.

Hay, sin embargo, dos contribuciones al problema del dolor que resultan ciertas en cualquier circunstancia, ya sea en caso de la sanidad o de la muerte. La primera es el simple hecho de la venida de Jesús. Dios entró en la humanidad, y vio y sintió por sí mismo cómo es este mundo. Jesús asumió la misma clase de cuerpo que usted y yo tenemos. Sus fibras nerviosas no eran biónicas —gritaban de dolor cuando eran maltratadas. Y, sobre todo, Jesús desde luego recibió mal trato. Este dato de la historia puede tener un gran efecto sobre el temor y la impotente desesperación de los que sufren.

La escena de la muerte de Cristo, con las espinas agudas y el golpe violento, dislocador, al ser puesta en tierra la cruz, ha sido narrada con tanta frecuencia que nosotros, que nos estremecemos con la noticia periodística de la muerte de un caballo de carrera o de unas foquitas, no nos estremecemos al volver a escucharla. Fue una muerte sangrienta, una ejecución totalmente diferente a las rápidas y estériles que conocemos hoy en día: las cámaras de gas, sillas eléctricas, colgamientos. Esta ejecución se extendió durante horas frente a una multitud burlona. Uno no puede seguir a Jesús sin confrontar Su muerte; los evangelios abundan en detalles. Él dejó un sendero de insinuaciones y predicciones directas acerca de ella durante Su ministerio, predicciones que sólo fueron comprendidas después de que el hecho hubo ocurrido, cuando para los discípulos el sueño parecía frustrado. Su vida parecía prematuramente desperdiciada. Sus triunfantes palabras de la noche anterior deben haber perturbado cruelmente sin duda a Sus seguidores al verlo gemir y sacudirse violentamente en la cruz.

¿Qué contribución posible al problema del dolor podría resultar de una religión basada en un acontecimiento como la crucifixión? Simplemente, que no estamos abandonados. El muchacho de Alaska con un pie amputado, los dolidos cristianos de Uganda, los sobrevivientes de las Cataratas de Tocoa —ninguno tiene que sufrir solo. Debido a que Dios vino y ocupó un lugar a nuestro lado, nos comprende totalmente, Dorothy Sayer dice:

«Cualquiera haya sido la razón que Dios tuvo para hacer al hombre tal como es —limitado y sufriente, sujeto a dolores y muerte— Él tuvo la honestidad y el coraje de tomar su propia medicina. Cualquiera sea el juego que esté jugando con Su creación, ha respetado Sus propias reglas y jugado limpio. No puede exigir nada del hombre que no se haya exigido a Sí mismo. Él ha pasado por toda la gama de la experiencia humana, desde las irritaciones triviales de la vida familiar, las molestas restricciones del trabajo arduo y la falta de dinero hasta los peores horrores del dolor y la humillación, la derrota, la desesperación y la muerte. Cuando fue hombre, se desempeñó como hombre. Nació en la pobreza y murió en desgracia creyendo que Su causa bien lo merecía». (Christian Letters to a Post-Christian World, Eerdmans, 1969, p. 14).

Al asumirlo sobre Sí mismo, Jesús en alguna manera dignificó el dolor. De todas las clases de vidas que pudo haber vivido, eligió una de sufrimiento. Debido a Jesús, nunca puedo decir de una persona: «Debe estar sufriendo a causa de algún pecado que cometió». Jesús, que nunca pecó, también sintió dolor. Y yo no puedo decir: «El sufrimiento y la muerte debe querer decir que Dios nos ha abandonado; nos ha dejado solos para que nos auto-destruyamos». Porque aunque Jesús murió, Su muerte se convirtió en la gran victoria de la historia, atrayendo al hombre y a Dios el uno hacia el otro. Dios hizo de aquel día un bien supremo. T. S. Eliot escribió en sus «Cuatro Cuartetos»:

El cirujano herido trabaja el acero que cuestiona la parte destemplada;
bajo las manos sangrantes sentimos la viva compasión del artista sanador
resolviendo el enigma del cuadro febril.

(Collected Poems 1904 -1962, Harcourt Brace World, 1965, p. 187).

La contribución genuinamente cristiana es una memoria. Pero hay otra —una esperanza. Para la persona cuyo sufrimiento no es correspondido, es la contribución más importante de todas. Cristo no se quedó en la cruz. Después de tres días en una tumba oscura, fue visto vivo otra vez. ¡Vivo! ¿Podía ser? Al principio, sus discípulos no lo podían creer. Pero Él se acerco a ellos, dejándoles que tocaran Su nuevo cuerpo. Cristo nos trajo la posibilidad de una vida después de la muerte sin dolor ni sufrimiento. Todas nuestras dolencias son temporarias.

¿Cómo hemos de imaginar la eternidad? Es tanto más grande que nuestra corta vida aquí, que es hasta difícil visualizarla. Se puede ir a un pizarrón de tres metros de ancho y trazar una línea de un lado a otro. Después, hacer un punto de una pulgada en esa línea. Para una microscópica célula germinal, situada en medio de ese punto de una pulgada, éste le debe parecer enorme. La célula podría pasarse la vida explorando su largo y su ancho. Pero uno es un ser humano y retrocediendo un poco para ver todo el pizarrón, se da cuenta de pronto de lo grande que es esa línea de tres metros comparada con el puntito que el germen llama su hogar.

La eternidad comparada con esta vida es algo así. En setenta años podemos elaborar un sinnúmero de ideas acerca de Dios y de cuán indiferente parece ser a nuestro sufrimiento. ¿Pero es razonable juzgar a Dios y a Su plan para el universo por la mera muestra de tiempo que pasamos en la tierra? No es más razonable de lo que es que esa célula germinal juzgue a todo el pizarrón por el pequeño borrón de tiza donde pasa la vida. ¿Hemos perdido la perspectiva de la infinidad del universo?

¿Quién se podría quejar si Dios diera lugar a una hora de sufrimiento y luego a toda una vida de comodidad? ¿Por qué quejarnos de una vida que incluye el sufrimiento, cuando esa vida es una simple hora de la eternidad?

En el esquema cristiano de cosas, este mundo y el tiempo que pasamos aquí no es todo lo que existe. La tierra es un campo de pruebas, un punto en la eternidad; pero un punto muy importante, porque Jesús dijo que nuestro destino depende de nuestra obediencia aquí. La próxima vez que quiera clamar a Dios con desesperada angustia, y acusarlo de permitir un mundo despreciable, recuerde: menos de la millonésima parte de las pruebas ha sido presentada, aún esa parte está siendo elaborada bajo bandera rebelde.

Permítanme usar otra analogía para ilustrar el efecto de esta verdad. Es irónico que el único acontecimiento que probablemente cause más sufrimiento emocional que ningún otro —la muerte— es en realidad un traslado, un tiempo de gran gozo cuando la victoria de Cristo nos sea asignada a cada uno de nosotros. Al describir el efecto de Su propia muerte, Jesús usó el símil de una mujer en el momento del parto, llena de dolor y agonía hasta que todo es reemplazado por el éxtasis.

Tu mundo es oscuro, salvo y seguro. Estás basado en un líquido tibio, protegido de los golpes. No haces nada por ti mismo, eres alimentado automáticamente, y un latido susurrante te da la seguridad de que alguien más grande que tú satisface todas tus necesidades. Tu vida consiste en un simple aguardar. No estás seguro de qué es lo que tienes que esperar, pero cualquier cambio parece estar lejos y ser pavoroso. No chocas contra objetos agudos, no sientes dolor, no tienes aventuras amenazantes. Una hermosa existencia.

Un día sientes un tirón. Las paredes se están desplomando sobre ti. Esos blandos almohadones ahora están pulsando y golpeando contra ti, empujándote hacia abajo. Tu cuerpo se dobla en dos, tus miembros son retorcidos y tironeados. Estás cayendo, cabeza abajo. Por primera vez en tu vida sientes dolor. Estás en un mar de materia propulsora. Hay más presión, demasiado intensa casi para soportar.

Tu cabeza es estrujada, achatada, y eres empujado con más fuerza y más fuerza todavía y entras en un túnel oscuro. Oh, el dolor. Ruido. Más presión.

Todo el cuerpo te duele. Oyes un sonido quejumbroso y súbitamente irrumpe sobre ti un pasmoso temor. Está sucediendo —tu mundo se derrumba. Estás seguro de que es el final. Ves una luz penetrante, enceguecedora. Manos frías y ásperas tiran de ti. Una palmada dolorosa. Un llanto fuerte. Acabas de experimentar el nacimiento.

La muerte es así. Desde este extremo del canal de nacimiento parece horrorosa, ominosa y llena de dolor. La muerte es un túnel que inspira pavor y estamos siendo succionados hacia él por una fuerza poderosa. Sentimos temor. Está llena de presiones, de dolor, de oscuridad —de lo desconocido. Pero más allá de la oscuridad y del dolor hay afuera todo un mundo nuevo. Cuando nos despertemos después de la muerte en ese nuevo mundo brillante, nuestras lágrimas y sufrimientos serán meras memorias. Y aunque el mundo nuevo es tanto mejor que éste, no tenemos categorías para comprender cómo será realmente. Lo más que los escritores bíblicos pueden decirnos es que entonces, en lugar del silencio de Dios, tendremos Su presencia y lo veremos cara a cara. En ese momento se nos dará una piedrecita blanca, y sobre ella estará escrito un nuevo nombre, que nadie más conoce. Nuestro nacimiento como nuevas criaturas será completo (Ap. 2.17).

¿Le parece a veces que Dios no oye? Dios no es sordo. Él se duele por el trauma del mundo tanto como usted. Su único Hijo murió aquí. Pero Él ha prometido corregirlo todo.

Dejemos que la historia termine. Dejemos que la sinfonía siga chirriando hasta la última y lastimera nota de discordancia antes de que estalle en una canción. Como dijo Pablo: «Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios…»

«Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo». (Ro. 8.18,19,22,23).

Al mirar atrás y ver la pizca de eternidad que ha sido la historia de este planeta, quedaremos impresionados no por su importancia, sino por lo excesivamente reducido de su extensión. Desde el punto de vista de la galaxia Andrómeda, la holocáustica destrucción de la totalidad de nuestro sistema solar sería apenas visible, un fósforo ardiendo tenuemente en la distancia, para implosionar después en oscuridad permanente. Sin embargo, por este fósforo apagado Dios se sacrificó. Podemos considerar al dolor, de acuerdo a Berkouwer, como el gran «todavía no» de la eternidad. Nos recuerda dónde estamos, y crea en nosotros el ansia de encontrarnos donde algún día habremos de estar.

© Christianity Today. Usado con permiso. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen IV, número 4

3 comentarios:

  1. Sin duda puedo decir que aunque el dolor no es, ni creo que llegue a ser parte favorita d ela vida Cristiana, es parte importante en el crecimiento como ciudadanos del cielo. Vivimos en un mundo caido, no podemos pedir comodidad en un lugar que no es el nuestro, nacimos de nuevo para algo mas grande. Los cielos.

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