lunes, 4 de agosto de 2008

Dolor: El instrumento del Cirujano Herido

Hacemos complicados preparativos para muchos cambios en la vida —una casa nueva, un casamiento, el nacimiento de un nieto, una mudanza. ¿Pero cuántos de nosotros nos preparamos para tener que vérnoslas con el dolor extremo e inesperado? ¿Cuántos sabemos cómo responder a los amigos que sufren? El autor nos ofrece una excelente reflexión sobre el valor del dolor en la vida cristiana.

Estoy sentado en un avión, de regreso de un viaje al Noroeste del Pacífico. En cuatro días entrevisté a tres personas. Una mujer había sufrido un accidente automovilístico. Mientras cruzaba una zona desértica con su mejor amiga, un conductor ebrio pasó sin detenerse ante un aviso de parada, lo que provocó que chocara con violencia contra su auto. Su amiga y el borracho murieron instantáneamente; la mujer sobrevivió pese a sus múltiples heridas: la mandíbula destrozada, un brazo quebrado, el aplastamiento de un pulmón, cortes en la cara y varias heridas internas. Ahora está recuperada, excepto por los recuerdos que la perturban y la perspectiva de tener que someterse a cirugía plástica.

Un joven me contó una historia con un final más feliz. Él y su novia estaban caminando por una hondonada de las Montañas Cascade cuando un puente de hielo que cruzaban se derrumbó, sepultándolos bajo toneladas de hielo. El muchacho pudo librarse picando el hielo con una roca, dirigiéndose luego a buscar ayuda. Un helicóptero rescató a la joven quien después de pasar cinco meses con el cuerpo enyesado, se sanó perfectamente.

La tercera víctima era un atleta de dieciocho años de edad, en Anchorage, Alaska. En el colegio secundario se había destacado en fútbol, basketball y béisbol. Pero durante el último año notó un bulto molesto arriba del tobillo y le diagnosticaron cáncer. Perdió la pierna desde debajo de la rodilla.

En los últimos siete años he entrevistado a decenas de personas con trasfondos como estos. Todas han sufrido severo dolor. Como el caso de una abuela en un hogar geriátrico a quien le quedaban dos semanas de vida. Y el de un piloto de autos de carrera en una sala de quemados.

Cada vez que vuelvo de uno de esos viajes reflexiono en las historias que me cuentan y en las reacciones de la gente ante el dolor. A menudo puedo leerlas con solo una mirada a sus ojos penetrantes, hundidos en las órbitas. Todas la víctimas pasan por etapas similares: dudas, enojo, auto-compasión, ajustes, gratitud, esperanza, más enojo. Algunos llevan este dolor como una marca de coraje. Otros pasan años luchando con Dios.

Estos encuentros me han llevado a realizar una investigación personal sobre el problema del dolor. Cuando le preguntaron a Helmut Thielicke cuál era el problema más grande que había observado en los Estados Unidos, replicó: «Tienen una visión inadecuada del sufrimiento». He llegado a la misma conclusión. Hacemos complicados preparativos para muchos cambios en la vida —una casa nueva, un casamiento, el nacimiento de un nieto, una mudanza. ¿Pero cuántos de nosotros nos preparamos para tener que vérnoslas con el dolor extremo e inesperado? ¿Cuántos sabemos cómo responder a los amigos que sufren?

Después de varios años de hablar con los que sufren y de leer libros sobre el problema del dolor, confieso llanamente que no tengo un sobre herméticamente cerrado con todas las respuestas. No le puedo decir a cada persona que sufre: «¡Igualmente alabe a Dios!» u «Ore pidiendo sanidad y la tendrá». Las perspectivas que he alcanzado son menos generales y tal vez menos satisfactorias.

Algunas religiones, como el Budismo o la Ciencia Cristiana, se ocupan del dolor negando su existencia o superándolo. El Islam acepta el dolor como la voluntad de Alá. Pero el Cristianismo camina por una cuerda floja, afirmando el bondadoso interés de un Dios benévolo enfrentando, sin embargo, honestamente los clamores de un mundo atormentado por el dolor. He encontrado consuelo en la perspectiva cristiana, porque encara el problema con tanta honestidad. «¿Cómo puede un Dios bueno permitir un mundo cómo este?» Es la interrogante perenne que murmura en las páginas de la teología. Creo que el Cristianismo ofrece cuantiosa ayuda para salir adelante ante este confuso problema.

¿Por qué existe el dolor?

Nunca he leído un poema que exaltara las virtudes del dolor, ni visto una estatua erigida en su honor, u oído un himno que le haya sido dedicado. Por lo general se define el dolor como «lo desagradable». Los cristianos realmente no saben cómo interpretarlo. Si uno los pusiera contra la pared, o los sorprendiera en un momento apartado, secreto, es probable que muchos reconocerían que el dolor fue un error de Dios. Él debería haber trabajado más e inventado una forma mejor de alertarnos sobre los peligros del mundo. Estoy convencido de que el dolor tiene mala prensa. Quizás tendríamos que tener estatuas, himnos y poemas al dolor. A corta distancia, bajo el microscopio, el retículo del dolor se ve en una dimensión totalmente diferente.

Quedé profundamente impresionado por la sorprendente efectividad del dolor cuando visité al Dr. Paul Brand de Carville, Luisiana, que es el único hombre que hace campaña a favor del dolor. Sin dudar, Brand anuncia: «¡Gracias a Dios por inventar el dolor! Es el dechado de su genio creador». El Dr. Brand está capacitado para emitir tal juicio, ya que es uno de los más destacados expertos del mundo sobre la lepra, que ataca el sistema nervioso. Los pacientes afectados por este mal pierden los dedos de manos y pies, no debido a que la enfermedad cause la descomposición de los tejidos, sino precisamente por la falta de sensaciones. Nada les advierte cuando el agua está demasiado caliente o el mango de un martillo está astillado. El auto-maltrato destruye sus cuerpos.

El aprecio que Brand tenía por el dolor culminó después de que se le dio una importante subvención para diseñar un sistema de dolor artificial para ayudar a las personas que sufren enfermedades que destruyen los sensores del dolor. Brand tuvo que pensar como el Creador, anticipando las necesidades del cuerpo. Comenzó a trabajar después de contratar a tres profesores de ingeniería electrónica, a un bioingeniero y a varios investigadores de bioquímica.

En primer lugar, el equipo desarrolló un nervio artificial que podía colocarse en la punta del dedo como un guante. El nervio respondía a la presión con una corriente eléctrica que estimulaba una señal de advertencia. Durante cinco años Brand y sus ayudantes se ocuparon de los problemas técnicos. Cuanto más estudiaban los nervios, tanto más compleja les parecía la tarea. ¿A qué nivel debería el sensor emitir una señal de advertencia? ¿Cómo podía hacerse para que un sensor distinguiera entre la presión normal de asir un pasamano y la presión de asir un arbusto espinoso? ¿Cómo podían hacer para permitir el desarrollo de actividades enérgicas como el tenis y advertir todavía de algún peligro?

Brand también notó que las células nerviosas cambian su percepción de dolor para adecuarse a las necesidades del cuerpo. Cuando está inflamada por una infección, la punta del dedo puede hacerse diez veces más sensible al dolor. Un dedo hinchado parece estorbar y ponerse en el camino de lo que quiere hacer, debido a que las células nerviosas «aumentan el volumen magnificando los golpes y raspaduras que son usualmente ignorados».

Estos científicos, que contaban con abundante financiación, no podían encontrar la manera de duplicar esa proeza con los medios de la tecnología actual. Todos los sensores artificiales resultaron frágiles, se rompían o deterioraban por la fatiga del metal o la corrosión después de unos pocos cientos de usos.

Casi todos los que estudian el cuerpo admiten que el sistema nervioso está bien diseñado. Pero uno podría naturalmente preguntar: «¿Tiene que ser desagradable el dolor? Desde luego que un sistema protector es necesario pero ¿tiene que doler? Taladrantes ráfagas de dolor corren al cerebro haciendo encogerse al paciente. —¿No pudo encontrar Dios una forma mejor de hacerlo?»

El equipo de Brand consideró estas preguntas al trabajar sobre una célula nerviosa artificial. Durante mucho tiempo usaron una señal audible que venía a través de un audífono, señal que zumbaba cuando los tejidos recibían presiones normales y sonaba como una chicharra cuando los tejidos estaban realmente en peligro. Pero la señal no era suficientemente desagradable. El paciente toleraba un ruido fuerte si, por ejemplo, deseaba girar un destornillador con demasiada fuerza, aun cuando la señal le decía que podía causarse daño. Se probaron luces parpadeantes pero se las eliminó por la misma razón. Brand recurrió finalmente al shock eléctrico para hacer que la gente soltara algo que la podría lastimar. Había que obligar a la gente a retirar las manos; la advertencia sobre el peligro era insuficiente. El estímulo tenía que ser desagradable, tal como lo es el dolor.

«También descubrimos que la señal tenía que estar fuera del alcance del paciente», dijo Brand. «Porque hasta las personas inteligentes, si querían hacer algo que temían fuera a activar la sacudida eléctrica, apagaban la señal, hacían lo que habían pensado hacer y después la encendían nuevamente, cuando ya no había peligro de recibir la desagradable señal. Yo había sido Dios al poner el dolor fuera de nuestro alcance».

Después de cinco años de trabajo, de miles de horas, y de más de un millón de dólares, Brand y sus asociados abandonaron el proyecto por completo. Un sistema de advertencia adecuado para sólo una mano era exorbitantemente caro, estaba sujeto a frecuentes fallas mecánicas y demostró ser irremediablemente inadecuado para interpretar el cúmulo de sensaciones que encuentra la mano. El sistema llamado a veces «el gran error de Dios» era demasiado complejo para que lo pudiera imitar aún la tecnología más sofisticada.

Fue así como Brand descubrió uno de los hechos más básicos y menos valorados acerca del dolor: que se adecua bien a este mundo caído. Sin el dolor, actos simples como el de palear nieve, darse un baño y girar un destornillador se convierten en peligrosos. Pueden destruir nuestras células a menos que el sistema de advertencia nos imponga sus límites. Para el paciente tullido por la artritis o con cáncer terminal, en quienes el dolor brama fuera de control, cualquier alivio, en especial el de un mundo sin dolor, sería como el mismo cielo. Pero en la mayoría de nosotros, la red de dolor cumple un servicio diario de protección.

El megáfono de Dios

El cristianismo afirma que aparte de adaptarnos a un mundo físico caído, el dolor expresa perfectamente la naturaleza de nuestra sociedad moralmente deteriorada. El sufrimiento es consistente con la visión bíblica del planeta Tierra. Es un planeta corrompido, y el sufrimiento nos recuerda esa circunstancia. C. S. Lewis introdujo la frase: «el dolor, megáfono de Dios». Es una frase apropiada, porque el dolor grita realmente. Cuando me golpeo el dedo de un pie o me tuerzo el tobillo, el dolor le dice a mi cerebro que algo anda mal. De igual modo, la existencia del sufrimiento en esta tierra es, creo, un alarido que nos dice a todos que algo está mal. Nos hace considerar otros valores.

Podríamos creer (y hay quien piensa así) que el propósito de la vida es el de estar cómodos. Divertirse, tener una linda casa, engullir buena comida, satisfacer el instinto sexual, vivir la buena vida. Eso es todo. Pero la presencia del sufrimiento complica esa filosofía. Es mucho más difícil creer que el mundo está aquí, para mi realización hedonística, cuando la tercera parte de los habitantes del mundo se acuesta cada noche con el estómago vacío. Es mucho más difícil creer que el propósito de la vida es el de sentirse bien cuando veo gente destrozada en la autopista. Si trato de eludir la idea y gozo simplemente de la vida, el sufrimiento queda allí, obsesionándome, haciéndome pensar en cuán vacía sería la vida si este mundo fuera todo lo que pudiésemos conocer.

A veces murmurando, en ocasiones gritando, el sufrimiento es un «rumor de trascendencia» que nos hace saber que toda la condición humana está desquiciada. Algo anda mal con una vida de guerras, de violencia e insultos. Necesitamos ayuda. El que desee sentirse satisfecho con este mundo, quien quiera pensar que la única razón para vivir es el disfrute de una buena vida, debe hacerlo poniéndose algodón en los oídos; el megáfono del dolor suena fuerte.

Es este aspecto del cristianismo lo que hizo decir a G. K. Chesterton: «El filósofo moderno me había dicho una y otra vez que yo estaba en el sitio adecuado, y me había sentido deprimido todavía, aun en la aquiescencia. Pero yo había oído que estaba en el lugar equivocado, y mi alma cantaba de gozo, como un pájaro en primavera» (Orthodoxy, Doubleday, 1959, p. 80). Los optimistas le habían dicho que este mundo era el mejor de los mundos posibles, pero él no podía aceptar eso. El cristianismo tenía sentido para él porque francamente admite que este es un planeta corrompido. Uno puede acusar a la doctrina cristiana del origen del sufrimiento de ser débil y poco satisfactoria, que vino como resultado de la abortada libertad del hombre. Pero por lo menos, como lo señala Chesterton, el concepto de un mundo grande pero caído cuadra con lo que conocemos de la realidad.

El dolor, el megáfono de Dios, puede hacerme huir de Él. Puedo odiar a Dios por permitir tanta desdicha. O, por el contrario, puede llevarme a Él. Puedo creerle cuando dice que este mundo no es perfecto, y aceptar la posibilidad de que esté haciendo un lugar perfecto para aquellos que le siguen en una tierra atormentada por el dolor. Si llega a dudar del valor de megáfono que tiene el sufrimiento, visite la sala de terapia intensiva de un hospital. Es diferente a cualquier otro lugar en el mundo. Gente de toda clase camina por los pasillos. Algunos ricos, otros pobres. Hay gente hermosa, sencilla, negra, blanca, inteligente, torpe, espiritual, atea, profesional y obrera. Pero la sala de terapia intensiva es el único lugar del mundo donde ninguna de estas divisiones hace la mínima diferencia, porque todas estas personas están unidas por un solo y fuerte sentimiento, su amor por un pariente o amigo que está en trance de muerte. Allí no se ven saltar las chispas de la tensión racial. Las diferencias económicas y hasta religiosas se desvanecen. A menudo se les ve consolándose mutuamente o llorando en silencio. Todos ellos se están enfrentando a las emociones más profundas de la vida, y muchos llaman a un pastor o a un sacerdote por primera vez en su vida. Sólo el megáfono del dolor tiene la fuerza suficiente para hacer que esta gente se arrodille y reconsidere el sentido de la vida.

Casi todas las personas expuestas al sufrimiento con quienes he hablado tratan con Dios en algún nivel. Cuando el mundo natural de los doctores y las drogas no parece funcionar bien, prueban el mundo sobrenatural. Unas pocas encuentran respuestas milagrosas: sanidades, cesación del dolor, lo sobrenatural. Otras no.

Hay, sin embargo, dos contribuciones al problema del dolor que resultan ciertas en cualquier circunstancia, ya sea en caso de la sanidad o de la muerte. La primera es el simple hecho de la venida de Jesús. Dios entró en la humanidad, y vio y sintió por sí mismo cómo es este mundo. Jesús asumió la misma clase de cuerpo que usted y yo tenemos. Sus fibras nerviosas no eran biónicas —gritaban de dolor cuando eran maltratadas. Y, sobre todo, Jesús desde luego recibió mal trato. Este dato de la historia puede tener un gran efecto sobre el temor y la impotente desesperación de los que sufren.

La escena de la muerte de Cristo, con las espinas agudas y el golpe violento, dislocador, al ser puesta en tierra la cruz, ha sido narrada con tanta frecuencia que nosotros, que nos estremecemos con la noticia periodística de la muerte de un caballo de carrera o de unas foquitas, no nos estremecemos al volver a escucharla. Fue una muerte sangrienta, una ejecución totalmente diferente a las rápidas y estériles que conocemos hoy en día: las cámaras de gas, sillas eléctricas, colgamientos. Esta ejecución se extendió durante horas frente a una multitud burlona. Uno no puede seguir a Jesús sin confrontar Su muerte; los evangelios abundan en detalles. Él dejó un sendero de insinuaciones y predicciones directas acerca de ella durante Su ministerio, predicciones que sólo fueron comprendidas después de que el hecho hubo ocurrido, cuando para los discípulos el sueño parecía frustrado. Su vida parecía prematuramente desperdiciada. Sus triunfantes palabras de la noche anterior deben haber perturbado cruelmente sin duda a Sus seguidores al verlo gemir y sacudirse violentamente en la cruz.

¿Qué contribución posible al problema del dolor podría resultar de una religión basada en un acontecimiento como la crucifixión? Simplemente, que no estamos abandonados. El muchacho de Alaska con un pie amputado, los dolidos cristianos de Uganda, los sobrevivientes de las Cataratas de Tocoa —ninguno tiene que sufrir solo. Debido a que Dios vino y ocupó un lugar a nuestro lado, nos comprende totalmente, Dorothy Sayer dice:

«Cualquiera haya sido la razón que Dios tuvo para hacer al hombre tal como es —limitado y sufriente, sujeto a dolores y muerte— Él tuvo la honestidad y el coraje de tomar su propia medicina. Cualquiera sea el juego que esté jugando con Su creación, ha respetado Sus propias reglas y jugado limpio. No puede exigir nada del hombre que no se haya exigido a Sí mismo. Él ha pasado por toda la gama de la experiencia humana, desde las irritaciones triviales de la vida familiar, las molestas restricciones del trabajo arduo y la falta de dinero hasta los peores horrores del dolor y la humillación, la derrota, la desesperación y la muerte. Cuando fue hombre, se desempeñó como hombre. Nació en la pobreza y murió en desgracia creyendo que Su causa bien lo merecía». (Christian Letters to a Post-Christian World, Eerdmans, 1969, p. 14).

Al asumirlo sobre Sí mismo, Jesús en alguna manera dignificó el dolor. De todas las clases de vidas que pudo haber vivido, eligió una de sufrimiento. Debido a Jesús, nunca puedo decir de una persona: «Debe estar sufriendo a causa de algún pecado que cometió». Jesús, que nunca pecó, también sintió dolor. Y yo no puedo decir: «El sufrimiento y la muerte debe querer decir que Dios nos ha abandonado; nos ha dejado solos para que nos auto-destruyamos». Porque aunque Jesús murió, Su muerte se convirtió en la gran victoria de la historia, atrayendo al hombre y a Dios el uno hacia el otro. Dios hizo de aquel día un bien supremo. T. S. Eliot escribió en sus «Cuatro Cuartetos»:

El cirujano herido trabaja el acero que cuestiona la parte destemplada;
bajo las manos sangrantes sentimos la viva compasión del artista sanador
resolviendo el enigma del cuadro febril.

(Collected Poems 1904 -1962, Harcourt Brace World, 1965, p. 187).

La contribución genuinamente cristiana es una memoria. Pero hay otra —una esperanza. Para la persona cuyo sufrimiento no es correspondido, es la contribución más importante de todas. Cristo no se quedó en la cruz. Después de tres días en una tumba oscura, fue visto vivo otra vez. ¡Vivo! ¿Podía ser? Al principio, sus discípulos no lo podían creer. Pero Él se acerco a ellos, dejándoles que tocaran Su nuevo cuerpo. Cristo nos trajo la posibilidad de una vida después de la muerte sin dolor ni sufrimiento. Todas nuestras dolencias son temporarias.

¿Cómo hemos de imaginar la eternidad? Es tanto más grande que nuestra corta vida aquí, que es hasta difícil visualizarla. Se puede ir a un pizarrón de tres metros de ancho y trazar una línea de un lado a otro. Después, hacer un punto de una pulgada en esa línea. Para una microscópica célula germinal, situada en medio de ese punto de una pulgada, éste le debe parecer enorme. La célula podría pasarse la vida explorando su largo y su ancho. Pero uno es un ser humano y retrocediendo un poco para ver todo el pizarrón, se da cuenta de pronto de lo grande que es esa línea de tres metros comparada con el puntito que el germen llama su hogar.

La eternidad comparada con esta vida es algo así. En setenta años podemos elaborar un sinnúmero de ideas acerca de Dios y de cuán indiferente parece ser a nuestro sufrimiento. ¿Pero es razonable juzgar a Dios y a Su plan para el universo por la mera muestra de tiempo que pasamos en la tierra? No es más razonable de lo que es que esa célula germinal juzgue a todo el pizarrón por el pequeño borrón de tiza donde pasa la vida. ¿Hemos perdido la perspectiva de la infinidad del universo?

¿Quién se podría quejar si Dios diera lugar a una hora de sufrimiento y luego a toda una vida de comodidad? ¿Por qué quejarnos de una vida que incluye el sufrimiento, cuando esa vida es una simple hora de la eternidad?

En el esquema cristiano de cosas, este mundo y el tiempo que pasamos aquí no es todo lo que existe. La tierra es un campo de pruebas, un punto en la eternidad; pero un punto muy importante, porque Jesús dijo que nuestro destino depende de nuestra obediencia aquí. La próxima vez que quiera clamar a Dios con desesperada angustia, y acusarlo de permitir un mundo despreciable, recuerde: menos de la millonésima parte de las pruebas ha sido presentada, aún esa parte está siendo elaborada bajo bandera rebelde.

Permítanme usar otra analogía para ilustrar el efecto de esta verdad. Es irónico que el único acontecimiento que probablemente cause más sufrimiento emocional que ningún otro —la muerte— es en realidad un traslado, un tiempo de gran gozo cuando la victoria de Cristo nos sea asignada a cada uno de nosotros. Al describir el efecto de Su propia muerte, Jesús usó el símil de una mujer en el momento del parto, llena de dolor y agonía hasta que todo es reemplazado por el éxtasis.

Tu mundo es oscuro, salvo y seguro. Estás basado en un líquido tibio, protegido de los golpes. No haces nada por ti mismo, eres alimentado automáticamente, y un latido susurrante te da la seguridad de que alguien más grande que tú satisface todas tus necesidades. Tu vida consiste en un simple aguardar. No estás seguro de qué es lo que tienes que esperar, pero cualquier cambio parece estar lejos y ser pavoroso. No chocas contra objetos agudos, no sientes dolor, no tienes aventuras amenazantes. Una hermosa existencia.

Un día sientes un tirón. Las paredes se están desplomando sobre ti. Esos blandos almohadones ahora están pulsando y golpeando contra ti, empujándote hacia abajo. Tu cuerpo se dobla en dos, tus miembros son retorcidos y tironeados. Estás cayendo, cabeza abajo. Por primera vez en tu vida sientes dolor. Estás en un mar de materia propulsora. Hay más presión, demasiado intensa casi para soportar.

Tu cabeza es estrujada, achatada, y eres empujado con más fuerza y más fuerza todavía y entras en un túnel oscuro. Oh, el dolor. Ruido. Más presión.

Todo el cuerpo te duele. Oyes un sonido quejumbroso y súbitamente irrumpe sobre ti un pasmoso temor. Está sucediendo —tu mundo se derrumba. Estás seguro de que es el final. Ves una luz penetrante, enceguecedora. Manos frías y ásperas tiran de ti. Una palmada dolorosa. Un llanto fuerte. Acabas de experimentar el nacimiento.

La muerte es así. Desde este extremo del canal de nacimiento parece horrorosa, ominosa y llena de dolor. La muerte es un túnel que inspira pavor y estamos siendo succionados hacia él por una fuerza poderosa. Sentimos temor. Está llena de presiones, de dolor, de oscuridad —de lo desconocido. Pero más allá de la oscuridad y del dolor hay afuera todo un mundo nuevo. Cuando nos despertemos después de la muerte en ese nuevo mundo brillante, nuestras lágrimas y sufrimientos serán meras memorias. Y aunque el mundo nuevo es tanto mejor que éste, no tenemos categorías para comprender cómo será realmente. Lo más que los escritores bíblicos pueden decirnos es que entonces, en lugar del silencio de Dios, tendremos Su presencia y lo veremos cara a cara. En ese momento se nos dará una piedrecita blanca, y sobre ella estará escrito un nuevo nombre, que nadie más conoce. Nuestro nacimiento como nuevas criaturas será completo (Ap. 2.17).

¿Le parece a veces que Dios no oye? Dios no es sordo. Él se duele por el trauma del mundo tanto como usted. Su único Hijo murió aquí. Pero Él ha prometido corregirlo todo.

Dejemos que la historia termine. Dejemos que la sinfonía siga chirriando hasta la última y lastimera nota de discordancia antes de que estalle en una canción. Como dijo Pablo: «Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios…»

«Porque sabemos que toda la creación gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora; y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo». (Ro. 8.18,19,22,23).

Al mirar atrás y ver la pizca de eternidad que ha sido la historia de este planeta, quedaremos impresionados no por su importancia, sino por lo excesivamente reducido de su extensión. Desde el punto de vista de la galaxia Andrómeda, la holocáustica destrucción de la totalidad de nuestro sistema solar sería apenas visible, un fósforo ardiendo tenuemente en la distancia, para implosionar después en oscuridad permanente. Sin embargo, por este fósforo apagado Dios se sacrificó. Podemos considerar al dolor, de acuerdo a Berkouwer, como el gran «todavía no» de la eternidad. Nos recuerda dónde estamos, y crea en nosotros el ansia de encontrarnos donde algún día habremos de estar.

© Christianity Today. Usado con permiso. Los Temas de Apuntes Pastorales, volumen IV, número 4

lunes, 28 de julio de 2008

La iglesia en el Estado

En la Alemania post comunista, está surgiendo la participación politica del cristianismo

En noviembre del año pasado pasé una semana en Alemania cortesía del Isntituto Knorad Adenauer, una fundación iniciada luego que el primer canciller de la Alemania Occidental. Adenauer tuvo la poco envidiable tarea de restablecer el gobierno de una tierra desmoralizada en la que cada gran ciudad ha sido bombardeada y vuelta escombros. Él fundó el partido político "Unión Democrata Cristiana", y con la ayuda de la generosidad del Plan Marshall, dirigió a Alemania hacia una nueva era.

El mismo nombre de este partido muestra una diferencia importante en los acercamientos Europeos y Americanos hacia la religión y la política. Mientras que Los Estados Unidos insiste en una separación estricta entre la iglesia y el estado, el monarca de Gran Bretaña sostiene el titulo de "gobernador Supremo de la iglesia de Inglaterrra", los sacerdotes polacos hacen campaña abiertamente por políticos con ideas afines, y muchos gobernadores subsidian actividades de la iglesia, incluyendo la enseñanza de la religion en las escuelas públicas. En el día en que Nicolae Ceusescu fuen ejecutado en Rumania, culminando 45 años de gobierno comunista, la televisión del estado lideró con el pronunciamiento, "¡Hoy el anticirsto ha muerto y Jesús ha renacido en Rumania!" Para los ojos europeos,
les parece extraña nuestra controversia sobre los nacimientos vivientes en navidad y colocar los diez mandamientos en lugares públicos .

Sin embargo en los últimos 50 años, casi todos los paises europeos han experimentado una caida precipitosa en la asistencia a la iglesia y la fe religiosa. Cuando Harris preguntó en su encuesta "¿Cree usted de alguna manera en Dios o en un Ser Supremo?" solo 27 por ciento de Francia y 35 por ciento de los británicos respondieron que si, los otros se contaron como ateos, agnósticos o inseguros.

Alemania ofrece un interesante caso de estudio. Aunque solo el 41 por ciento de los adultos profesan creer en Dios, la mayoria de los alemanes pertenecen formalmente a una iglesia, aunque asisten muy poco. En Alemania la afilicación religiosa importa, puesto que por esta razón añaden un extra de 8 por ciento o más a la declaración de impuesto sobre la renta. El gobierno distribuye el "impuesto eclesiástico", más de 10 mil millones de dolares al año, para denominaciones aprobadas para su trabajo en las escuelas, hospitales, y mantenimiento general de la iglesia.

Ahora las iglesias están viendo un alarmante descenso en sus ingresos. Cada año unos 300.000 alemanes borran sus nombres de las listas de membresía de las iglesias, con un numero de protestantes disminuyendo a la mitad desde la Segunda Guerra Mundial. En una reunión que asistí, el obispo de Sajonia - la región donde Matrin Lutero publicó sus 95 tesis y Bach escribió sus cantatas - Reportó muy calmadamente que de 4.5 millones de ciudadanos, solo 850.000 están afiliados a una iglesia. Él esperaba que ese numero descendiera a 350.000 para el 2015 y quizá tan bajo como unos 30.000 para el 2030. Después de cuatro decadas bajo el gobierno comunista, los ciudadanos del Este no sienten presión cívica para mantener vínculos tradicionales con una iglesia. El obispo se enfrenta a una tarea desalentadora: cortar los salarios de los pastores, eliminar los capellanes de los hospitales, y cerrar iglesias y escuelas.

En la misma reunión, un animado pastor mostró un espíritu más optimista. Primero contó historias personales de las dificultades que los cristianos enfrentaron bajo el regimen comunista. Sus hijos tenían oportunidades de educación limitadas, y él tuvo que trabajar como plomero para completar su escaso salario de pastor. Todo ha cambiado "luego que el muro cayó" (una frase que escuché a menudo).

Aunque menos del 20 por ciento de los ciudadanos de Sajonia pertenezcan a una iglesia, él calculó que el 70 por ciento de los que están en el parlamento son Cristianos practicantes activos. Habiendo vivido bajo el comunismo, los cristianos se ofrecieron rapidamente para ayudar a una cultura vacía de significado y recientemente liberada hacia la fundación de una estructura moral y jurídica. Ellos se dieron cuenta muy personalmente lo que puede suceder cuando los cristianos son excluidos de la esfera pública.

En mis escritos, algunas veces alerto a los cristianos en los Estados Unidos de confundir nuestra misión con causas políticas; la estrecha asociación de evangélicos con causas políticas particulares puden hacer descarrilar nuestra misión facilmente. Los alemanes del Este tienen una perspectiva diferente, por razones comprensibles. Ellos creen que los cristianos tienen un rol importante que jugar en la sociedad. Como lo expresó uno de los políticos de Alemania, "un estado democratico liberal requiere condiciones que no puede crear".

En este año de elecciones, los Americanos están debatiendo vigorosamente una vez más el precario equilibrio entre la religión y la política. Europa ofrece una historia ilustrativa en ambas direcciones. En muchos lugares, la comodidad histórica entre la iglesia y el estado ha manchado la reputación de la iglesia. La iglesia en España por ejemplo, está intentando recuperarse todavia del daño hecho por sus vinculos estrechos con el dictador Francisco Franco. Sin embargo, como el pastor de Sajonia señaló, los cristianos se retiran de las plazas públicas solo a su propio riesgo. Encontrar el equilibrio adecuado tiene implicaciones profundas tanto para la iglesia y el estado.

lunes, 21 de julio de 2008

¿Me perdonará Dios si...?

¿Me perdonará Dios por algún pecado que estoy punto de cometer? La gracia de Dios es para siempre, entonces ¿significa eso que el pecado que cometeré ya es perdonado? ¿Será realmente así de fácil?

No mucho tiempo atrás, me senté en un restaurante y escuché otra forma de un tema familiar. Un buen amigo mío, a quien llamaré Daniel, me confió que estaba decidido a dejar a su esposa después de quince años de matrimonio. Él había hallado a alguien más joven y más bonita, alguien que «me hace sentir vivo, como no me había sentido en años».

Daniel, un cristiano, sabía bien las consecuencias morales y personales de lo que estaba a punto de hacer. Su decisión de irse infringiría daños permanentes en su esposa y sus tres hijos. Aún así, él dijo, la fuerza que lo impulsaba hacia la mujer más joven era demasiado fuerte como para resistir.

Escuché su historia con tristeza y dolor. Entonces, cuando comíamos el postre, arrojó la bomba: «La razón por la que quería verte hoy era para hacerte una pregunta. ¿Tú crees que Dios me perdonará por lo que estoy a punto de hacer?».

LA ESCANDALOSA GRACIA

El historiador y crítico de arte Robert Hughes cuenta de un convicto sentenciado de por vida en una cárcel de máxima seguridad, en una isla en las afueras de las costas de Australia. Un día, sin ninguna provocación, se volvió hacia un compañero de cárcel que apenas conocía y lo golpeó hasta matarlo. El acusado fue llevado a Australia para juzgarlo, donde él dio un relato directo y vacío de pasión del crimen, sin mostrar ningún signo de arrepentimiento. «¿Por qué?», preguntó el sorprendido juez. «¿Cuál fue tu motivo?».

El prisionero contestó que estaba enfermo de vivir en una isla que era un lugar notoriamente brutal, y que no encontró un motivo por el cual seguir viviendo. «Sí, sí, entiendo todo eso», replicó el juez. «Puedo ver por qué pudiste haberte arrojado al océano. Pero, ¿por qué asesinar?».

«Bueno», dijo el prisionero, «yo soy católico. Si cometiera suicidio iría directamente al infierno. Pero si asesino a alguien puedo venir aquí y confesarme ante un sacerdote antes de mi ejecución. En esa forma, Dios me perdonará».

¿Apreciamos completamente el escándalo de la gracia incondicional? ¿Cómo puedo persuadir a mi amigo Daniel de cometer un terrible error si él sabe que el perdón está a la vuelta de la esquina? O, ¿por qué no asesinar si uno conoce por adelantado que será perdonado?
El escándalo de la gracia debió haber perseguido al apóstol Pablo cuando escribió la Carta a los Romanos. Los primeros tres capítulos muestran la condenación sobre todo ser humano, concluyendo, «no hay recto, ni aún uno». Los próximos dos capítulos develan el milagro de la gracia tan abundantemente que Pablo dice, «cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia». El tono de Pablo cambia en el capítulo seis. Casi puedo ver al apóstol mirando el papiro y rascándose la cabeza, pensando para sí mismo, «¡Un momento! ¿Qué he dicho? ¿Qué es permitir que un asesino, un adúltero, o un pecador común exploten la extravagante promesa de Dios del "perdón por adelantado"?».

Más de una vez, Pablo vuelve a su predicamento lógico: «¿Entonces qué diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?». Para tratar tal tortuosa pregunta él tiene una respuesta corta: «¡De ninguna manera!» y otra larga. Lo que Pablo sigue dando vueltas en esos densos y maravillosos capítulos (6-8) es, simplemente, el escándalo de la gracia.

LOS BRAZOS ABIERTOS DE UN PADRE

La película de Steven Spielberg El Color Púrpura incluye un claro retrato de una parábola de la gracia. Sugar, una sexy cantante de un club nocturno, quien trabaja en un destartalado bar a orillas de un río, es la clásica hija pródiga. Su padre, un ministro que predica del fuego del infierno y del azufre justo enfrente del bar, no ha hablado con ella por años.

Un día, mientras canturreaba «Tengo algo para decirte» en el bar, Sugar escucha la respuesta del coro, como si fuera antifonalmente, «Dios tiene algo para decirte a ti». Aguijoneada por la nostalgia o por la culpa, Sugar lleva su banda a la iglesia y marcha por el pasillo justo cuando su padre se acerca al púlpito para predicar sobre el hijo pródigo.

El ver a su hija, perdida desde hacía tanto, silencia al ministro, y mira ceñudamente a la procesión que avanzaba por el pasillo. «Aún nosotros los pecadores tenemos alma», Sugar explica, y abraza a su padre, que apenas puede reaccionar. Por haber sido siempre un moralista, él no puede perdonar fácilmente a una hija que los había avergonzado tanto.

El retrato de Hollywood, sin embargo, pierde por completo el punto central de la parábola bíblica. En la versión de Jesús el padre no mira ceñudamente, sino que inspecciona el horizonte, desesperado en busca de alguna señal del descarriado hijo. Es el padre quien corre, abraza al hijo pródigo y le besa.

Al hacer al pecador el héroe magnánimo, Hollywood evade el escándalo de la gracia. Para decir la verdad, lo que bloquea al perdón no es la reticencia de Dios –«Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia»– sino la nuestra. Los brazos de Dios están siempre extendidos; nosotros somos los que nos alejamos.

EL PERDÓN COMO NUESTRO PROBLEMA

Esto es lo que le dije a mi amigo Daniel: «¿Podrá Dios perdonarte? Por supuesto. Lee tu Biblia. David, Pedro, Pablo –Dios construye su iglesia sobre las espaldas de personas que asesinan, cometen adulterio, lo niegan, y persiguen a sus seguidores».

«Pero, a causa de Cristo, el perdón es ahora nuestro problema, no el de Dios. Lo que tenemos que pasar para cometer un pecado nos distancia de Dios —cambiamos en el mismo acto de rebelión— y no hay garantía de que volvamos atrás. Me preguntas acerca del perdón ahora, pero ¿lo querrás después; especialmente si eso involucra arrepentimiento?».

Varios meses después de nuestra conversación, Daniel llevó a cabo su elección. Todavía no he visto ninguna señal de arrepentimiento. Ahora, él tiende a racionalizar su decisión como una forma de escapar a un matrimonio infeliz. Él ha rechazado a la mayoría de sus amigos cristianos –«demasiado simplistas»–, dice él –y busca en su lugar personas que celebran su liberación recién hallada.

Sin embargo, para mí, Daniel no parece muy liberado. El precio de su «libertad» significó volver sus espaldas a aquellos que más se han preocupado por él. También me dice que, por ahora, Dios no es parte de su vida. «Quizás más tarde», dice él.

Dios tomó un gran riesgo al anunciar perdón por adelantado; sin embargo, me parece que el escándalo de la gracia involucra una transferencia de aquel riesgo hacia nosotros. Como lo expresó George MacDonald, «nosotros somos condenados no por las cosas malas que hemos hecho, sino por no haberlas abandonado».


© Christianity Today, Noviembre 1992. Usado con permiso. Los Temas de la Vida Cristiana, volumen III, número 5. Todos los derechos reservados.


Fuente: Desarrollo Cristiano

sábado, 5 de julio de 2008

Exclusividad de la Gracia

Texto de referencia Juan 3:16; Romanos 4;5:1-11;Efesios 2:8-9

Durante una conferencia sobre religiones comparadas, expertos de todo el mundo discutían qué creencia, si la hay, era exclusiva de la fe cristiana.

Comenzaron a eliminar posibilidades. ¿Encarnación? Otras religiones tenían versiones distintas de dioses que aparecían en forma humana. ¿Resurrección? También otras religiones tenían relatos de regresos de entre los muertos.

El debate continuó por algún tiempo, hasta que C.S Lewis entró al salón.

- ¿Por qué tanto escándalo? – preguntó Lewis

- Estamos discutiendo acerca de qué aporte es exclusivo del cristianismo entre las religiones del mundo – oyó decir a sus colegas.

- Vaya que eso es fácil – contestó Lewis – La gracia

Después de discutir un poco, los conferencistas tuvieron que estar de acuerdo.

El concepto de que el amor de Dios nos llega completamente gratis, sin condiciones, parece ir contra todo instinto de humanidad.

Tanto los ocho caminos del budismo, la doctrina hindú del karma, el pacto judío, como el código musulmán de ley ofrecen una manera de ganar aprobación. Solo el cristianismo se atreve a presentar el amor incondicional de Dios.

Tomado del libro Ilustraciones perfectas publicado por Unilit. Usado con permiso. Todos los derechos reservados.

Fuente: Desarrollo Cristiano

viernes, 20 de junio de 2008

La Palabra en la Calle

Lo que las personas sin hogar me enseñaron sobre la oración

"Si escribes un libro sobre la oración, debes compartir con los desamparados por un tiempo," Me dijo mi esposa, una veterana del ministerio en el centro de la ciudad. "las personas de la calle oran como una necesidad, no como un lujo".

Su consejo tenía sentido, especialmente luego de entrevistas a Mike Yankoski, un estudiante del Colegio Westmont quien, junto con un amigo, abandonaron la escuela por cinco meses para vivir en la calle. (Su libro, bajo el puente, cuenta la historia.) Mike me contó que las personas de la calle, habiendo tocado fondo, no malgastan su tiempo construyendo una imagen o tratando de acomodarse. Ellos oran sin pretensiones, un contraste refrescante a lo que encontramos en algunas iglesias.

Le pedí un ejemplo. "Mi amigo y yo estábamos tocando la guitarra y cantando 'Como el ciervo clama por las aguas' cuando David, un hombre de la calle que conocimos, comenzó a llorar. "Eso es lo que quiero, amigo" nos dijo. "Quiero esa agua. Soy alcohólico, pero quiero ser sanado". Mientras dedicaba más tiempo con David, me dí cuenta que su conexión con Dios es su única esperanza para la sanidad. Sencillamente él no posee la fuerza interior. Él depende de la oración como de una cuerda de salvavidas".

Mike calcula que una cuarta parte de las personas sin hogar que él conoce tienen una fe Cristiana activa. Cuando visité un café para las personas sin hogar en Denver, Encontré no poca gente de la calle dispuesta a conversar sobre la oración. Bill, un hombre irónico y articulado que asistió a la escuela preparatoria, me contó de varias respuestas a la oración mientras que viajaba sin rumbo. Una vez, dijo, "Dios envió a un motorizado con las herramientas exactas que necesitaba para reparar el vehículo cuyo dueño se había ofrecido a llevarme. ¡Piensa en las probabilidades que eso suceda en Salina, Kansas!" mientras él hablaba, empacaba y desempacaba un cigarro hecho a mano.

Scott, un hombre joven que podría venderle agua de mar a un marinero, apretó mi mano firmemente, me miró a los ojos, y comenzó a darme su testimonio. Acababa de mudarse de las calles hacia una "casa de medio camino" [Nota del traductor: residencias temporales para que las personas adictas, mentalmente enfermas o ladrones convictos residan, como un medio para ayudar a las personas en su proceso de reintegración en la sociedad] y estaba tratando de vencer en su adicción a la cocaína. "Me hice un cheque a mi mismo luego de recibir una herencia de $9.000 y lo gasté todo en drogas en un par de semanas. Ahora asisto a los grupos de 12 pasos todos los días y asisto a la iglesia así como a dos grupos de estudio bíblico diferentes". Scott ora durante todo el día. "Es la única cosa que me mantiene firme".

Mientras escuchaba a estas personas contar sus oraciones, me sorprendió la calidad de estas oraciones terrenales, de hecho, y su semejanza con las oraciones del Señor. "Dános el pan de cada día": todos ellos tenían historias acerca de quedarse sin comida, orar y luego encontrar un burrito o una pizza sin comer. "líbranos del mal": viviendo en calles peligrosas, estos creyentes oran esto todos los días. "perdona nuestras ofensas": En lo más profundo de cada uno yacen secretos escondidos de vergüenza y pesar.

Luego de 25 de ministrar a las personas sin hogar, John, un consejero capacitado, tiene una teoría de que muchas personas de la calle sufren de trastornos de apego. En su niñez, nunca aprendieron a apegarse a sus padres u otras personas, y tampoco aprendieron nunca a aferrarse a Dios. Ellos encuentran dificultades para comprometerse, para abrirse a los demás, para confiar. Ellos ven el mundo como un lugar extraño, inseguro.

Jhon notó el efecto de este trastorno: "algunas veces las personas con las que trabajo se desesperan, literalmente locas, ya que no pueden soportar estar solos con sus oscuros pensamientos y secretos. Un amigo mío tenía un ministerio similar al nuestro. Teníamos secretos sobre fallas y presiones financieras que nunca le contamos a nadie. Un día, su esposa abrió la puerta principal y halló a su esposo, mi amigo, colgando de una soga amarrada al pasamanos".

De mi tiempo con las personas de la calle, comprendí un nuevo significado de la oración: esta puede ser un lugar seguro para llevar los secretos. Aquellos de nosotros lo suficientemente afortunados de tener una esposa o un amigo de confianza puede compartir nuestros secretos. Si no, al menos tenemos a Dios, quien conoce nuestros secretos antes que los confesemos. (El hecho que todavía continuemos con vida y sigamos siendo amados muestra que Dios tiene mayor tolerancia con lo que representen esos secretos de lo que le reconocemos a Dios por ello ellos)

"Si tengo razón sobre los trastornos de apego", Dijo John, "el mejor ministerio que puedo ofrecer es una relación a largo plazo. Tengo la esperanza que a través de los años y las décadas las personas de la calle aprendan a confiar en mi como alguien que puede guardar sus secretos. Espero que la confianza sea extendida gradualmente hacia Dios. Le cuento a las personas que encuentran a las personas de la calle que el contacto visual y escuchar atentamente pueden ser más importantes que comida o dinero o versículos de la Biblia. Ellos necesitan conectarse en alguna pequeña forma con otro ser humano, alguien que los mira como personas de valor.

Unos pocos días después, encontré este poema de Rainer Maria Rile, escrito en forma de oración:


Que los pobres ya no sean rechazados y despreciados.
Míralos de pie -
como flores silvestres,
que no tiene otro lugar donde crecer.

martes, 17 de junio de 2008

Encarnación en camino

Habría venido la navidad incluso si no fuesemos pecado?

Mas de dos siglos antes de la Reforma, un debate teológico surgió que enfrentó al teológo Tomás de Aquino contra un presuntuoso de Gran Bretaña, John Duns Scotus. En esencia, el debate giró alrededor de la pregunta, “¿Habría ocurrido la navidad incluso si la humanidad no fuese pecado?

Mientras que Aquino veía la encarnación como el remedio de Dios para un planeta caído, su contemporaneo vió mucho más en juego. Para Duns Scotus, la Palabra hecha carne descrita en el prologo del evangelio de Juan seguramente debe representar el diseño primario del Creador, no alguna clase de ocurrencia de último momento o Plan B. Aquino señaló los pasajes enfatizando la Cruz como la respuesta redentora de Dios a una relación rota. Duns Scotus citó pasajes de Efesios y Colosenses del Cristo Cósmico, en quien todas las cosas tienen su origen, se mantienen, y se avanzan hacia su consumación.

¿Visitó jesús este planeta solo para acomodar una falla humana o como el punto central de toda la creación? Duns Scotus y su escuela sugirieron que la encarnación era el motivo subyacente de la creación, y no simplemente una correción a esta. Tal vez Dios creó este universo para el propósito único de compartir vida y amor, con la intención perenne de unir todo a su propia esencia. “la eternidad está enamorada de la invención del tiempo”, escribió el poeta William Blake.

Ultimamente la iglesia decidió que ambos acercamientos tenían respaldo bíblico y podían ser aceptados como ortodoxos. Aunque la mayoría de los teólogos tendían a seguir a Aquino, en los años recientes Católicos prominentes como Karl Rahner han tomado una mirada mas profunda a Duns Scotus. Quizá debieran hacerlo los evangélicos, también.

La tradición evangélica enfatiza la expiacióin y la vida de Cristo dentro de nosotros. Urgimos a los niños a “aceptar a Jesús en tu corazón”, para un niño una imagen tanto reconfortante como confusa. Muchos piestistas hablan de la “vida transformada” en la cual Cristo vive en y a través del creyente. Sin embargo, mucho más a menudo – 164 veces en las cartas de Pablo, de acuerdo con un autor – el nuevo testamento usa la imagen de nosotros estando “en Cristo”. En una época donde las teorias de la expiación parecen incomprensibles para los modernos y cuando la subcultura cristiana facilmente se reduce a una posición defensiva, podemos aprender de la perspectiva de la creación centrada en Cristo una vez expuesta por un teólogo oscuro de la Alta Edad Media.

Cuando Maria dio a luz a un niño en Belén, ella participó en un acto de creación divina que continua hasta hoy. La frase de Pablo “en Cristo” nos señala una realidad viva en su metafora del cuerpo de Cristo: la iglesia extiende la encarnación a través del tiempo.

La frase de Pablo “en Cristo” nos señala una realidad viva en su metafora del cuerpo de Cristo: la iglesia extiende la encarnación a través del tiempo.

En un hermoso semón a sus estudiantes de Oxford, Austin Farrer hizo una pregunta natural que surge cuando aplicamos la elevada metáfora de Pablo a la vida de la iglesia: “¿Qué debemos hacer con el enorme abismo que existe entre nuestro cristianismo y nuestros actos verdaderos; nuestra pereza, egoismo, inmundicia, trivialidad, y el doloroso absurdo de nuestras oraciones? ¿Este abismo que se abre entre lo que Cristo nos ha hecho y lo que hacemos de nosotros mismos?”

Hacemos, dijo Farrer, las mismas cosas que los discipulos de Jesús hicieron: en el primer día de la semana, nos reunimos para “unir todo el cuerpo de Cristo aquí, sin faltar un miembro, cuando el sol se ha levantado; y la resurreción tiene lugar otra vez más.” Nos recordamos a nosotros mismos, tomando prestadas las palabras de Pablo, que no hay condenación para los que están en Cristo Jesús, que estamos muertos al pecado pero vivos en Cristo Jesús, que si alguno está en Cristo, nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, ¡he aquí todas son hechas nuevas! (Ro 8:1, 6:11, 2º Co 5:17) en Resumen, estamos frente a la sorprendente verdad que Dios nos mira a través del lente redentor de su Hijo.

Luego, seguros de esa identidad, avanzamos para recuperar el mundo de Dios. Duns Scotus llamó a esta perspectiva “la Doctrina de la Primacia Absoluta de Cristo en el Universo”. Aquellos que tienen su identidad en Cristo tienen una misión santa de reclamar el territorio que ha sido descompuesto. Los cristianos ministran a los pobres y a los que sufren no por motivos humanitarios, sino porque ellos también reflejan la imagen de Dios; insisten en la justicia porque Dios insiste en ella, y honran la naturaleza porque esta es una muestra de la obra de arte de Dios, el trasfondo de la encarnación.

No hace mucho en una conversación con Makoto Fujimura, un estimado artista que fundó el movimiento internacionales de las artes para alentar a los cristianos a buscar inspiración artística en su fe. “muchos artistas contemporaneos miran a su ves a otras religiones, como el budismo” me dice. “Les Recuerdo que Dios está creando desde el libro de Génesis hasta el Apocalípsis, en el cual Dios promete hacer nuevas todas las cosas”.

Entre las palabras finales de Jesús, en apocalipsis, están estas: “yo soy el alfa y la omega, el el primero y el ultimo, el principio y el fin”. John Duns Scotus debe estar sonriendo.

lunes, 16 de junio de 2008

Luchando con Dios

Cuando la oración se siente a veces como un abrazo y como un ahorcamiento a la vez

La iglesia a la que asisto reserva un tiempo breve en el que las persona de las bancas pueden expresar oraciones en voz alta. Con el correr de los años he oído cientos de esas oraciones, y con muy pocas excepciones la palabra cortés en verdad se aplica a ellas. Una, sin embargo, se destaca en mi mente debido a su descarnada emoción.


En voz clara pero temblorosa una joven empezó con las palabras: "¡Dios, te odié después que me violaron! ¿Cómo pudiste permitir que esto me sucediera?" La congregación enmudeció abruptamente. Ya no más ruido de papeles ni de revolverse en los asientos. "Y odié a las personas de esta iglesia que trataban de consolarme. Yo no quería consuelo. Quería la venganza. Yo quería desquitarme. Gracias Dios, porque no te diste por vencido conmigo, no tampoco algunas de estas personas. Tú seguiste buscándome, y ahora vuelvo a ti y te pido que sanes las heridas de mi alma".

De todas las oraciones que he oído en la iglesia, esa es la que más se aproxima al estilo de las oraciones ruidosas con las que hallo repleta la Biblia, en especial de los favoritos de Dios como Abraham y Moisés.

Abraham
Abraham, un hombre justamente celebrado por su fe, oyó a Dios en visiones, en conversaciones de persona a persona, e incluso en una visita personal a su carpa. Dios colocó ante él promesas resplandecientes, una de las cuales lo sacó de quicio: la seguridad de que sería padre de una gran nación. Abraham tenía setenta y cinco años cuando oyó por primera vez esa promesa, y en los siguientes pocos años Dios elevó las posibilidades dándole indicios de que tendría una descendencia tan abundante como el polvo de la tierra y las estrellas del cielo.

Mientras tanto la naturaleza siguió su curso, y en una edad en la que debería estar acariciando las cabezas de sus bisnietos, Abraham seguía sin hijos. Él sabía que le quedaban pocos años de fertilidad, si acaso. En una de las visitas de Dios, Abraham hizo una amenaza velada de conseguir un heredero mediante una unión con una de sus criadas. A los ochenta y seis años, siguiendo la sugerencia de su esposa estéril Sara, hizo precisamente eso.

La próxima vez que Dios lo visitó, ese descendiente, un hijo llamado Ismael, era un adolescente proscrito deambulando por el desierto, víctima de los celos de Sara. Abraham se rió con fuera por la promesa reiterada de Dios, y para ese entonces el sarcasmo ya se había infiltrado en su respuesta. "¿Acaso puede un hombre tener un hijo a los cien años, y ser madre Sara a los noventa?" Sara participó de la broma amarga, rezongando: "¿Acaso voy a tener este placer, ahora que ya estoy consumida y mi esposo es tan viejo?"

Dios respondió con un mensaje que para los oídos de Abraham debe haber sonado como buenas y malas noticias. En verdad tendría su hijo, pero solo después de realizar cierta cirugía menor en la parte de su cuerpo necesaria para la acción. Abraham así llegó a ser padre de la circuncisión tanto como de Isaac.

Ese patrón de finta y confianza, de Abraham enfrentándose a Dios solo para ser derribado de nuevo, forma el trasfondo de un impresionante oración, en realidad de un diálogo extendido entre Dios y Abraham. "¿Le ocultaré a Abraham lo que estoy por hacer?", empieza Dios, como si reconociera que una alianza válida requiere de la consulta antes de cualquier decisión principal. Luego, Dios le revela un plan para destruir a las ciudades de Sodoma y Gomorra, notorias por la perversidad y la contaminación moral de la familia extendida de Abraham.

Para entonces Abraham ha asumido su propio papel en la alianza y no hace ningún intento por esconder su desagrado. "¡Lejos de ti el hacer tal cosa! ¿Matar al justo junto con el malvado, y que ambos sean tratados de la misma manera? ¡Jamás hagas tal cosa! tú, que eres el Juez de toda la tierra, ¿no harás justicia?"

Luego sigue una sesión de regateo muy parecida a la que tiene en cualquier bazar del Medio Oriente. ¿Qué tal si hay cincuenta personas justas en la ciudad, la perdonarás? Está bien, si puedo hallar a cincuenta justos, perdonaré a todo el lugar. Con un sacudón Abraham recuerda con quién está regateando - Reconozco que he sido muy atrevido al dirigirme a mi Señor, yo, que apenas soy polvo y ceniza - pero procede a reducir su petición a cuarenta y cinco personas.

¿Cuarenta y cinco? No hay problema. No se enoje mi Señor, pero permítame seguir hablando. Abraham se postra, y luego continúa presionando. ¿Cuarenta? ¿Treinta? ¿Veinte? ¿Diez? Cada vez Dios acepta sin discutir, concluyendo: "Aun por esos diez justos no la destruiré"

Aunque no pudieron hallar diez justos para salvar a Sodoma y Gomorra, Abraham recibió lo que en realidad quería, liberación para su sobrino y las hijas de este. Nosotros, los lectores, quedamos con el hecho aturdidor de que Abraham dejó de pedir antes de que Dios dejara de conceder. ¿Qué tal si Abraham hubiera regateado incluso más y pedido que las ciudades fueran perdonadas por amor a un justo, su sobrino Lot? ¿Estaba Dios tan dispuesto a conceder cada punto, buscando en realidad un abogado, un ser humano con suficiente intrepidez para expresar el propio instinto profundo de Dios de misericordia?

Como Abraham aprendió, cuando apelamos a la gracia y la compasión de Dios, el Dios aterrador pronto desaparece. "Eres lento para la ira y grande en amor, y... perdonarás la maldad y la rebeldía". Dios es más misericordioso de lo que podemos imaginarnos, y recibe de buen grado las apelaciones a esa misericordia.

Discutiendo con Dios
Salte hacia delante medio milenio al momento en que otro experto regateador aparece en la escena. Dios, que "se acordó del pacto que había hecho con Abraham", selecciona expresamente a un hombre con el currículo vitae perfecto para una tarea crucial. Moisés se ha pasado la mitad de su vida aprendiendo habilidades de liderazgo en el imperio gobernante del día, y la otra mitad aprendiendo destrezas de superviviente en el desierto mientras huía luego de un arranque homicida, ¿quién mejor para dirigir a una tribu de esclavos liberados por el desierto hasta la tierra prometida?

Así, para no dejar lugar a la duda, Dios se presenta a sí mismo de día por medio de un fenómeno nada natural: una zarza que arde y que no se consume. De forma apropiada Moisés esconde la cara, con miedo de mirar, cuando Dios le anuncia la misión:"han llegado a mis oídos los gritos desesperados de los israelitas, y he visto también cómo los oprimen los egipcios. Así que disponte a partir. Voy a enviarte al faraón para que saques de Egipto a los israelitas, que son mi pueblo"

A diferencia de Abraham, Moisés se pone a discutir desde la primera reunión. Intenta con una humildad falsa: ¿Y quién soy yo para presentarme ante el faraón? Cuando eso falla, apela a otras objeciones: No sé su nombre... ¿Y qué tal si los israelitas no me creen?... Nunca he sido elocuente. Dios responde a cada una de ellas, orquestando unos pocos milagros para establecer la credibilidad. Todavía Moisés suplica que se le exima: Oh, Señor, por favor, envía a algún otro. La paciencia se acaba y la ira de Dios estalla, pero incluso así Dios sugiere un acuerdo, un papel compartido con el hermano de Moisés, Aarón. El famoso éxodo de Egipto comienza de este modo solo después de una prolongada sesión de regateo.

Moisés utiliza ese talento para la negociación, esa destreza, en una prueba suprema un tiempo más tarde cuando la paciencia de Dios con la tribu en verdad se acaba. Después de observar diez plagas descendiendo sobre Egipto, después de salir de la esclavitud cargados con el botín, después de ver el ejército del faraón que era la última palabra ahogándose bajo el agua, después de seguir una nube de día y una columna de fuego por la noche, después de recibir provisiones milagrosas de agua y comida (algo de lo cual todavía estaba digiriéndose en sus barrigas al momento)... después de todo eso, los israelitas tienen miedo, o se aburren, o son "tercos" según el diagnóstico de Dios y lo rechazan todo a favor de un ídolo de oro que les hizo el hermano de Moisés, el mismo Aarón que Dios había nombrado en una especie de acuerdo.

Dios había tenido más que suficiente. "déjame que lo destruya y borre hasta el recuerdo de su nombre. De ti, en cambio, haré una nación más fuerte y numerosa que la de ellos." Moisés conoce bien el poder destructor que Dios puede desatar porque lo había visto de primera mano en Egipto. Déjame, le dice Dios. Moisés oye ese comentario menos como una orden que como el suspiro de un padre acosado que ha llegado al final de la cuerda y sin embargo de alguna manera quiere que se le contenga... en otras palabras, como una posición abierta a la negociación.

Moisés despliega los argumentos. Mira todo lo que tuviste que pasar para librarlos de Egipto. ¿Qué tal en cuanto a tu reputación? ¡Piensa en cómo los egipcios van a burlarse! no te olvides de tus promesas a Abraham. Moisés descarga el talego de las propias promesas de Dios. Por cuarenta días y cuarenta noches yace postrado ante el Señor, rehusándose a comer y beber. Al fin Dios se rinde: "ve a la tierra donde abundan leche y miel. Yo no los acompañaré, porque ustedes son un pueblo terco, y podría destruirlos en el camino" Moisés procede a ganar esa discusión también, puesto que Dios a regañadientes acepta acompañar a los israelitas el resto del camino.

Algún tiempo más tarde las mesas se voltearon. Esta vez Moisés es el que está listo para darse por vencido. "¿Acaso yo lo concebí, o lo di a luz, para que me exijas que lo lleve en mi regazo, como si fuera su nodriza, y lo lleve hasta la tierra que le prometiste a sus antepasados?" Y en esta ocasión es Dios el que responde con compasión, tranquilizando a Moisés, mostrando simpatía por sus quejas, y designando a setenta ancianos para que compartan la carga.

Moisés no ganó toda discusión con Dios. Notablemente no logró persuadir a Dios para que le permitiera entrar en la tierra prometida en persona (aunque esa petición también fue concedida muchos años después en el monte de la transfiguración). Pero su ejemplo, como el de Abraham, demuestra que Dios invita a la discusión y a la lucha, y que a menudo cede, en especial cuando el punto de contención es la misericordia de Dios. En el mismo proceso de discutir podemos en verdad tomar las cualidades propias de Dios.

“La oración no significa vencer la renuencia de Dios”, escribe el arzobispo Trench, “es aferrarse a su disposición más alta”.
La oración no significa vencer la renuencia de Dios”, escribe el arzobispo Trench, “es aferrarse a su disposición más alta.

Una intimidad extraña

Si Abraham y Moisés fueran los únicos ejemplos bíblicos de ponerse a discutir al mismo nivel con Dios, yo vacilaría en ver sus encuentros de lucha algún tipo de modelo para la oración. Ellos se hallan, sin embargo, como dos representantes típicos de un estilo que se encuentra por toda la Biblia. (¿Tal vez este mismo rasgo explica por qué Dios los escogió para tareas tan importantes?)

Las discusiones de esos dos gigantes de la fe parecen suaves comparadas con las peroratas de Job. Sus tres amigos hablan perogrulladas y fórmulas santurronas, usando el lenguaje recatado que a menudo oigo en las oraciones públicas en la iglesia. Defienden a Dios, tratan de calmar los estallidos de Job, y hallan razones para aceptar al mundo tal como es. Job no acepta nada de eso. Objeta con amargura el hecho de ser la víctima de un Dios cruel. Job le habla a Dios directo desde el corazón… un corazón profundamente herido. Casi abandona la oración porque, como les dice a sus mortificados amigos: “Que ganamos con dirigirle nuestras oraciones” Sin embargo, en un giro irónico al final del libro, Dios se pone de manera contundente al lado de Job y de su enfoque expresado sin tapujos, descartando la verborrea de los amigos con una andanada de desdén.

Los salmistas, de igual manera, se quejan de la ausencia de Dios y de lo que parece ser injusto. Un salmo atribuido a David capta el espíritu:

Cansado estoy de pedir ayuda;
Tengo reseca la garganta.
Mis ojos languidecen,
Esperando la ayuda de mi Dios.

Una letanía de protestas en los salmos y en los profetas le recuerdan a Dios que el mundo anda patas arriba, que muchas promesas quedan sin cumplirse, que la justicia y la misericordia no gobierna en la tierra.

Los dos profetas más prolíficos responden al llamado de Dios de manera muy similar a la de Moisés. Isaías muestra esta reacción inicial: “ay de mi, que estoy perdido” soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios blasfemos”. Jeremías murmura una excusa inmediata –“¡soy muy joven, y no sé hablar!” – y retrocede ante las asignaciones de Dios en toda su larga carrera. No se cohíbe: “¡Ah, Señor mi Dios, cómo has engañado a este pueblo y a Jerusalén! Dijiste: “tendrán paz”, pero tienen la espada en el cuello”.

Una competencia de lucha también tuvo lugar en el Getsemaní, de Jesús luchando con la voluntad de Dios y aceptándola solo como último recurso puesto que no había ninguna otra salida. Más adelante, cuando Dios escogió a la persona más improbable (un notorio abusador de los derechos humanos llamado Saulo de Tarso) para llevar su mensaje a los gentiles, un dirigente de la iglesia expresó el disentimiento: “Señor, he oído hablar mucho de ese hombre y de todo el mal que ha causado a tus santos en Jerusalén”. Dios cortó esta discusión en particular: “¡Ve!... porque ese hombre es mi instrumento escogido”. Varios años más tarde el mismo hombre, ahora llamado Pablo, estaría por sí mismo regateando con Dios, orando repetidas veces por la remoción de una dolencia física.
¿Por qué Dios, el gobernante todopoderoso del universo, recurre a un estilo de relacionarse con los seres humanos que parece más bien una negociación o un regateo, para decirlo más crudamente? ¿Requiere Dios el ejercicio como parte de nuestro régimen de entrenamiento espiritual? ¿O es posible que Dios, si pudiera usar tal vocabulario, cuente con nuestros arranques como una ventana hacia el mundo, o como un despertador que pudiera llamar a la intervención? Fue el clamor de los israelitas, después de todo, lo que impulsó a que Dios a Moisés.

Como Abraham, me acerco a Dios al principio con temor y temblor, solo para aprender que él quiere que deje de arrastrarme y empiece a discutir. No me atrevo a aceptar con mansedumbre el estado del mundo, con todas sus injusticias e inequidades. Debo llamar al Señor a cuentas debido a las propias promesas de Dios, al propio carácter de Dios.

Los que luchan con Dios
Solía preocuparme por mi deficiencia de fe. En mis oraciones espero poco y me satisfago con menos. La fe se siente como un don que una persona bien tiene o no tiene, y no como algo que se pueda desarrollar con el ejercicio, como un músculo. Mi actitud está cambiando, sin embargo, conforme empiezo a entender la fe como una forma de interactuar con Dios. Tal vez no pueda acumular una gran creencia en los milagros, o tener grandes sueños, pero sí puedo en verdad ejercer mi fe al interactuar con Dios en la oración.

Recuerdo una escena a principios de mi matrimonio. Estábamos visitando a unos amigos en la región occidental del país que habían hecho arreglos para que nos quedáramos en una casa de huéspedes de cuatro dormitorios que no tenía otros ocupantes esos días. Durante la cena, algún comentario no les gustó a unos de nosotros, y al poco tiempo se había desatado una fenomenal pelea matrimonial. Nos quedamos hasta altas horas de la noche tratando de resolverlo, pero en lugar de unirnos la conversación solo nos alejaba cada vez más. Consciente de que tenía una reunión de negocios al día siguiente, salí hecho una tromba de nuestro dormitorio a otro en busca de paz y sueño.

Pocos minutos después la puerta se abrió y Janet se apareció con un nuevo conjunto de argumentos que respaldaban su punto de vista. Yo me fui a otro dormitorio. Lo mismo sucedió. ¡Ella no me iba a dejar en paz! La escena se volvió casi cómica: en esposo enfurruñado, introvertido, huyéndole a una esposa insistente y extrovertida. Al día siguiente (y no antes), ambos pudimos reírnos. Aprendí una lección importante, que no comunicarse es peor que pelear. En una competencia de lucha por lo menos ambas partes están interviniendo.

Esa imagen de pelea evoca una última escena de la Biblia, el prototipo de la lucha con Dios. El nieto de Abraham, Jacob, se ha abierto paso por la vida mediante trucos y engaños, y ahora debe enfrentar las consecuencias en la persona de su hermano malhumorado, al que le ha robado su primogenitura. Plagado por el temor y la culpa, Jacob envía elaboradas ofrendas de paz para apaciguar a Esaú. Por veinte años ha vivido en el exilio. ¿Lo recibirá Esaú con la espada o con un abrazo? Él tiembla solo en la oscuridad, esperando.

Alguien tropieza con él - ¿un hombre?- ¿un ángel?- y Jacob hace los que siempre ha hecho. Pelea como si su vida dependiera de ello. Toda la noche los dos pelean y ninguno obtiene la ventaja, hasta que al fin los primeros rayos del alba iluminen el horizonte. “¡Suéltame!” dice la figura, estirando la mano hacia abajo con un toque tan potente que disloca la cadera de Jacob.

Cojeando, vencido, asustado hasta los huesos, Jacob todavía se las arregla para aferrarse:” ¡No te soltaré hasta que me bendigas!”, le dice la figura. En lugar de dislocarle el pescuezo con otro toque, la figura con ternura le concede a Jacob un nuevo nombre, Israel, que significa “el que lucha con Dios”. Por último Jacob comprende la identidad de su oponente.

Un poco más tarde Jacob ve a su hermano Esaú aproximándose con cuatrocientos hombres y se acerca cojeando a su encuentro. Su propia competencia de lucha empieza antes del nacimiento, con un encuentro en el útero. Ahora el momento de la verdad he llegado. El que lucha con Dios extiende sus brazos.

Un autor judío contemporáneo, Arthur Waskow, escribió en su libro Godwrestling [Lucha con Dios] que la lucha se parece mucho a hacer el amor – y hacer la guerra. Jacob sintió un poco de ambas, hacer el amor y hacer la guerra, con una elusiva figura en la noche y con un velludo Esaú en el día. Desde la distancia, es difícil distinguir un ahorcamiento de un abrazo.

Dios no cede con facilidad. Sin embargo, y al mismo tiempo, Dios parece recibir de buen grado la persistencia que nos mantiene luchando mucho después de que el encuentro ha quedado decidido. Quizás Jacob aprendió por primera vez en esa noche larga a orilla del río cómo transformar la pelea en amor. “¡ver tu rostro es como ver a Dios mismo!”, le dijo a su hermano, palabras inimaginables si él no se hubiera encontrado con Dios cara a cara la noche anterior.

Aunque Jacob hizo muchas cosas equivocadas en la vida, llegó a ser el epónimo de una tribu y una nación así de como todos nosotros quienes luchamos con Dios. Todos somos hijos de Israel, dijo Pablo, todos los que luchamos con Dios, que nos aferramos a Dios en la oscuridad, que perseguimos a Dios de cuarto en cuarto, que declaramos: “no te soltaré”. A nosotros nos pertenece la bendición, la primogenitura, el reino.

“La oración en su forma más alta y su éxito más grandioso asume la actitud de uno que lucha con Dios”, concluyó E. M. Bounds, quien escribió ocho libros sobre la oración. Un estallido sin tapujos difícilmente amenaza a Dios, y algunas veces incluso parece que lo hace cambiar. Como lo demostró el toque en la coyuntura de la cadera de Jacob, Dios podía haber acabado el encuentro en cualquier punto durante esa larga noche en el desierto. Más bien la figura elusiva persistió, tan anhelantemente de ser sostenida como lo estaba Jacob de ser el que sostenía.

Este extracto ha sido adaptado del último libro de Philp yancey, Oración: ¿Hace alguna diferencia?