domingo, 22 de febrero de 2009

John Donne 03

Dame, oh Señor, un temor del cual no deba temer.
He hablado con muchas personas cuyas vidas están definidas por el sufrimiento. En todos los casos me describen la crisis de temor, la crisis de significado y la crisis de muerte. La razón principal por la cual vuelvo una y otra vez a Devotions de Donne, como lo hice en la noche del funeral de David, es porque el libro relata en detalle cada crisis y añade nuevas perspectivas a estos sufrimientos principales con el misterio del dolor.
Hasta cuento voy de visita, siento temor cada vez que abro las puertas de un hospital y al respirar huelo ese característico olor a  antiséptico. Mi amigo David me contó lo que es yacer en una cama, en una habitación privada, sin nada que hacer excepto concentrarse en la miseria. Repasó mentalmente todo lo que perdería cuando muriera, y todo lo que había perdido mientras vivía. Afuera, en los pasillos,  escuchaba a las enfermeras y a los médicos discutiendo su caso en voz baja. Lo pinchaban todos los días para hacerle pruebas en el cuerpo apenas entendía.
John Donne también describe la sensación de desconexión que se siente cuando los médicos rondan alrededor del paciente. Cuando sentía temor hacia el médico, sus propios miedos subían a la superficie: “me adelantaba a él, lo sobrepasaba en su temor”. Como paciente, se sentía como un objeto, como un mapa abierto sobre una mesa, al cual los cosmógrafos estudiaban minuciosamente. Se imaginó separado de su propio cuerpo, volando por encima de él, desde donde podía observar la figura que se desintegraba sobre la cama. A medida que la enfermedad avanzaba le parecía una estatua de arcilla cuyos miembros y carne se deshacían y se convertían en un puñado de arena. Pronto, no quedaría nada más que un montón de huesos.
La mayor parte del tiempo, Donne tenía que luchar contra estos miedos a solas porque, en aquella época, los médicos ponían en cuarentena a los paciente con enfermedades infecciosas, pegando un aviso de advertencia en la puerta. (algunos, en los tiempos modernos, piden este mismo tratamiento para los pacientes de SIDA como David.) Mientras Donne yacía encerrado, se preguntaba si Dios, también, participaría de la cuarentena. Clamó, pero no recibió respuesta. ¿Adónde estaba la prometida presencia de Dios?¿y su consuelo? En cada una de las veintitrés meditaciones, Donne da vueltas alrededor del tema principal que se encuentra subyacente en su sufrimiento. Su verdadero temor no era el clamor metálico del dolor en todas las células de su cuerpo; tenía temor de Dios.
Donne hizo la pregunta que se hacen todos los que sufren: ¿por qué a mi?. EL calvinismo, con su énfasis en la absoluta soberanía de Dios, todavía era algo nuevo y Donne medita en la noción de las plagas y guerras como “ángeles de Dios”. Pronto retrocede: “Seguramente no eres tú, no es tu mano”. La espada devoradora, el fuego consumidor, los vientos del desierto, las enfermedades del cuerpo, todo lo que afligió a Job venía de las manos de Satanás; no eres tú”. Sin embargo, nunca se sintió seguro, y la causa desconocida le producía un tormento interior aun más grande. La culpa de su manchado pasado merodeaba cerca, como un demonio receloso. Tal vez realmente estaba sufriendo como resultado de su pecado. Y si era así, ¿era mejor quedar marcado por Dios o que no nos visitara en absoluto? ¿cómo podía adorar o amar a semejante Dios?
Cité algunos de estos pasajes en el funeral de David porque en aquel entonces los pacientes de SIDA recibían una continua lluvia de juicio de parte de la iglesia. Al igual que Donne, encontré alivio al ver que Jesús jamás se volvió hacia una persona sufriente para decirle: “te lo mereces!!”. En cambio ofreció perdón y sanidad.
Al igual que Donne, encontré alivio al ver que Jesús jamás se volvió hacia una persona sufriente para decirle: “te lo mereces!!”. En cambio ofreció perdón y sanidad.
El libro de Donne nunca resuelve las preguntas como ¿por qué a mi?, y luego de años de investigar acerca del problema del dolor, estoy convencido de que ninguno de nosotros podemos resolverlas. Con seguridad, la Biblia no nos da una respuesta clara. He estudiado con detenimiento cada pasaje acerca del sufrimiento, y hasta en el discurso que Dios le da a Job, en un momento que requiere imperiosamente esta respuesta, Dios se refrena. Jesús contradijo las herméticas teorías de los fariseos de que el sufrimiento les viene a aquellos que se lo merecen, pero evadió directamente las respuesta referida a la causa. La respuesta a las preguntas de “por qué” se encuentra fuera del alcance de la humanidad, ¿no fue ese el mensaje básico que Dios le dio a Job?
Aunque Devotions no responde las preguntas filosóficas, registra la determinación emocional de Donne, un movimiento gradual hacia la paz. Al comienzo, confinado a la cama, orando sin cesar sin recibir respuesta, contemplando la muerte, regurgitando la culpa, no puede encontrar alivio para el temor. Obsesionado revisa cada aparición de la palabra temor en la Biblia. Al hacerlo se le hace la luz en cuanto a que la vida siempre incluirá circunstancian que inciten al dolor: si no es la enfermedad, serán las privaciones económicas, si no es la pobreza, será el rechazo, si no es la soledad, será el fracaso. En semejante mundo, Donne tiene una opción: temer a Dios o temer a todo lo demás.
En un pasaje que nos recuerda la letanía de Pablo en Romanos 8 (“por lo cual estoy seguro de que ni la muerte ni la vida… nos podrá separar del amor de Dios”), Donne repasa sus miedos potenciales. Los enemigos personales no representan una amenaza porque Dios puede suplir. ¿la muerte? Incluso esto, el peor de los miedos humanos, no ofrece una barrera en contra del amor de Dios. Donne llega a la conclusión de que su mejor opción es cultivar un apropiado temor del Señor, un temor que suplante a todos los demás.: “así como me habéis dado un arrepentimiento del cual no debo arrepentirme, dadme, oh Señor, un temor del cual no deba temer”. Aprendí de Donne, al enfrentarme a las dudas, a revisar las alternativas. Si por cualquier razón me niego a confiar en Dios, ¿en quién puedo confiar?
En su discusión con Dios, Donne cambia las preguntas. Comenzó preguntando por la causa: ¿quién provocó esta enfermedad, esta plaga? Y ¿por qué?, para lo cual no encuentra respuesta. Las meditaciones se mueven gradualmente hacia la cuestión de la respuesta, el punto decisivo al que se enfrenta toda persona que sufre. ¿Confiaré en Dios en mi crisis y en el temor que me produce, o me apartaré de Dios amargado y enojado?
Donne decidió que en el sentido más substancial no importaba si su enfermedad era un castigo o simplemente un suceso natural. En cualquiera de los casos, confiaría en Dios porque, al final, la confianza representa el verdadero temor del Señor.
Donne comparó el proceso con el cambio de su actitud hacia los médicos. Al comienzo, mientras hacían pruebas en su cuerpo buscando nuevos síntomas y mientras discutían sus hallazgos en voz baja afuera de su habitación, no podía dejar de sentir temor. Sin embargo, con el tiempo, al sentir su compasiva preocupación, se convenció de que merecían su confianza. El mismo modelo se ajusta a Dios. Muchas veces no entendemos los métodos de Dios ni las razones que se esconden detrás de ellos. Sin embargo, la pregunta más importante es si Dios es un “médico” confiable. Donne llegó a la conclusión de que si lo era.
Muchas personas, como aquellas a las que me dirigí en el funeral de David, no tienen la visión de un Dios digno de confianza. Lo que más escuchan de la iglesia es condenación. Por eso, siguiendo a Donne, me incliné hacia la razón central que tenemos para confiar en Dios: su hijo Jesús. ¿Cómo se siente Dios con respecto a aquellos que mueren, aun como resultado de sus propias transgresiones?¿Acaso frunce el ceño como los hacían los profetas por las calles en los días de Donne, y como insisten algunos en nuestros días? ¿A Dios le importan nuestras pérdidas, nuestro enojo y el temor que sentimos? No necesitamos preguntarnos qué siente Dios porque en Jesús Él nos dio un rostro.
Para saber cómo ve Dios el sufrimiento en este planeta, lo único que necesitamos es mirar el rostro de Jesús mientras se mueve entre los paralíticos, las viudas y los leprosos. A diferencia de otros en sus días, Jesús mostró una ternura poco común hacia aquellos con una historia de pecados sexuales; piense en cómo se dirigió a la mujer samaritana en el pozo, a la mujer de mala reputación que lavó los pies con sus lágrimas y a la mujer que fue sorprendida en el acto de adulterio. En Jesús, dijo Donne, tenemos un gran médico “que conoce nuestras debilidades naturales porque Él las experimentó, y cono el peso de nuestros pecados porque pagó con su muerte el precio de ellos”.
¿Cómo podemos acercarnos a un Dios al que tememos? En respuesta, Donne toma una frase del relato de Mateo sobre la mujer que descubrió la tumba vacía luego de la resurrección de Jesús. Salieron del sepulcro “con temor y gran gozo”, y Donne vio en esto “dos patas: una de temor y otra de gozo” un modelo para sí mismo. Estas mujeres vieron con sus propios ojos la vasta distancia entre el Dios inmortal y el hombre mortal, pero, de repente, fue una distancia que les inspiró gozo. Dios usó su gran poder para conquistar el último enemigo, la muerte. Por esa razón, la mujer sintió a la vez temor y gran gozo. Y por esa razón, Donne encontró al fin un temor del cual no necesitaba asustarse.

domingo, 15 de febrero de 2009

John Donne - 02

¿Cómo vendrán a Ti aquellos a los que has clavado a sus camas?


No importa por dónde empiece, casi siempre termino escribiendo acerca del dolor. Mis amigos me han sugerido diversas razones que justifiquen esta propensión: alguna herida profunda de la niñez o, tal vez, una sobredosis bioquímica de melancolía. No lo sé. Todo lo que sé es que me preparo para escribir acerca de algo encantador, como las diáfanas alas de una cachipolla y no pasa mucho tiempo antes de que me entregue en las sombras, escribiendo acerca de la breve y trágica vida de una cachipolla.

“¿Cómo podría escribir acerca de otra cosa?, es la mejor explicación que puedo encontrar. ¿Existe algún hecho más fundamental de la existencia humana? Nací en medio del dolor, abriéndome paso en medio de tejidos rasgados y ensangrentados y, como primera evidencia, ofrecí un quejido. Es probable que también muera en medio del dolor. En medio de esos paréntesis de dolor, vivo mis días, avanzando con dificultad desde uno hacia el otro. Como lo expresó el contemporáneo de Donne, George Herbert: “al nacer, lloré y cada día demuestro por qué”.

la enfermedad de John Donne no fue más que el último encuentro con el dolor en una vida marcada por el sufrimiento. su padre murió cuando tenía 4 años. La fe católica de su familia demostró tener una discapacidad invalidante en aquellos días de la persecución protestante: los católicos no podían ocupar puestos públicos, los multaban por asistir a misa y a muchos los torturaban por sus creencias.( la palabra “oprimido” deriva de una técnica popular: a los católicos que no se arrepentían los ponían debajo de una plancha sobre la cual se amontonaban pesadas rocas hasta que a los mártires propiamente les sacaban la vida a presión). Luego de destacarse en Oxford y Cambridge, a Donne le negaron su título debido a su afiliación religiosa. Su hermano murió en prisión, cumpliendo una sentencia por haber albergado a un sacerdote.

Al comienzo, Donne respondió a estas dificultades rebelándose contra la fe. Tenía mala fama de don Juan y celebró sus explotaciones sexuales en algunos poemas más francamente eróticos de toda la literatura inglesa. Al final, deshecho por la culpa, renunció a sus comportamientos promiscuos a favor del matrimonio. había caído bajo el hechizo de una belleza de diecisiete años tan rápida y brillante que le recordaba a un rayo de sol.

Como una amarga ironía, justo cuando Donne decidió asentarse, su vida tomó un giro calamitoso. El padre de Anne More decidió castigar a su nuevo yerno, al cual consideraba poco apropiado. Hizo que a Donne lo despidieran de su trabajo como secretario de un noble e hizo que lo arrojaran a prisión junto con el ministro que había celebrado la ceremonia. desconsolado, Donne escribió su poema más desgarrador: “John Donne, Anne Donne, Undone” [John Donne, Anne Donne, Deshechos]

Una vez que salió de la prisión, Donne, marcado, no pudo encontrar ningún empleo. Había perdido toda posibilidad de cumplir su ambición de servir en la corte del rey Jacobo. Durante casi una década, él y su esposa vivieron en la pobreza, en una casa muy pequeña adonde se iban apretujando con los hijos que nacían a razón de uno por año. Anne sufría de periódicas depresiones, y más de una vez estuvo a punto de morir al dar a luz. John, probablemente desnutrido, sufría de fuertes dolores de cabeza, de retortijones intestinales y de gota. Su trabajo más largo durante este periodo fue un extenso ensayo acerca de las ventajas del suicidio.
En algún momento durante aquella sombría década, John Donne se convirtió a la iglesia de Inglaterra. su carrera se veía obstaculizada a cada momento, por lo tanto, a los cuarenta y dos años de edad procuró que lo ordenaran como sacerdote anglicano. Sus contemporáneos chismorreaban acerca de su “conversión por conveniencia” y se mofaban diciendo que en realidad había deseado ser “embajador en Venecia y no embajador de Dios”. Pero Donne lo consideraba un llamado genuino. Obtuvo el titulo de doctor en Divinidades en Cambridge, prometió dejar de lado la poesía por el bien del sacerdocio y se dedicó exclusivamente al trabajo parroquiano.

Al año siguiente de que Donne se hiciera cargo de su primera iglesia, Anne murió. Había tenido doce hijos en total, cinco de los cuales murieron durante la infancia. John predicó el sermón en el funeral de su esposa, y escogió un texto del libro de lamentaciones, cuya palabras eran dolorosamente autobiográficas: “yo soy el hombre que ha visto aflicción”. hizo un voto de no volver a casarse, no ser que una madrastra la causara más dolor a sus hijos y, como consecuencia tuvo que asumir muchas tareas del hogar y tuvo que usar unos preciados ahorros para pagar ayuda de afuera.  Este fue, entonces, el sacerdote asignado a la catedral de San Pablo en 1621: un melancólico incorregible, atormentado por los pecados de su juventud, fracasado en todas sus ambiciones (excepto en la poesía a la cual había renunciado), mancillado por las acusaciones de insinceridad. No parecía el candidato ideal para levantar el ánimo de la nación en los tiempos de la plaga. De todas maneras, Donne se entregó a su nueva tarea con vigor. Se negó a unirse a los muchos que evacuaban Londres y, en cambio, se quedó con sus atribulados parroquianos. Se levantaba todas las mañanas a las cuatro y estudiaba hasta las diez. En la era de la Biblia King James y de William Shakespeare, los londinenses educados honraban la elocuencia y la declamación, y en estas cosas, John Donne no tenía igual. Daba sermones con tanto poder que pronto, a pesar de que la población de Londres se reducía, la vasta catedral estaba atestada de adoradores. Entonces llegó su enfermedad y, con ella, la sentencia de muerte.
Algunos escritores dicen que el conocimiento de la muerte inminente produce un estado de elevado concentración, algo parecido a un ataque de epilepsia; tal vez Donne sintió eso mientras trabajaba en el diario de su enfermedad. este escrito carece de su habitual control estricto. Las oraciones, densas, presentadas como una libre asociación de ideas, superponen los conceptos, reflejando el estado febril de la mente de Donne. Escribía como si tuviera que volcar en palabras cada pensamiento o emoción significativa que alguna vez se le hubiera ocurrido.

“Cuan variable, y por lo tanto miserable, es la condición del hombre. En aquel minuto estaba bien y al siguiente minuto estaba enfermo”, comienza el libro. Cualquiera que haya estado confinado a una cama durante más de unos días se puede identificar con las circunstancias triviales, pero a la vez abrumadores, que Donne procede a describir: una noche sin dormir, el aburrimiento, los médicos consultándose en voz baja, la falsa esperanza de remisión seguida por la temida realidad de la recaída.

El modo del escrito cambia con rapidez y violencia a medida que la enfermedad progresa. El temor, la culpa y la tristeza de un corazón deshecho se turnan en acosar la paz interior. Donne se preocupa por su pasado:¿Acaso Dios lo había “clavado a la cama”  como un castigo burlón por su pecados sexuales pasados? En sus oraciones, trata de reunir alguna alabanza, o al menos algo de gratitud, pero casi siempre fracasa. Por ejemplo, una meditación comienza con valor mientras Donne se aferra a la esperanza pensando que en el sueño, Dios nos ha dado una manera de ir acostumbrándonos a la noción de la muerte. Perdemos la conciencia, pero nos levantamos de nuevo al día siguiente renovados y mejorados: ¿no es este un cuadro de lo que nos sucederá después de la muerte? Entonces, sobresaltado se da cuenta de que la enfermedad le había quitado hasta este problema de esperanza: “no duermo ni de noche, ni de día…” ¿por qué algo de la pesadez de mi corazón no se traslada a mis párpados? EL insomnio le había dejado un espacio intacto en el cual podía preocuparse por la muerte, y no le permitía descansar para renovarse de esa preocupación.
Donne se describe a sí mismo como un marinero lanzado de aquí para allá por las imponentes olas de un océano agitado por la tormenta: puede divisar la distante tierra lejana, pero ante la siguiente ola la pierde de vista. Otros escritores han descrito las vicisitudes de la enfermedad con un poder similar; lo que distingue al trabajo de Donne es la audiencia a quien le escribe: Dios. Siguiendo la tradición de Job, de Jeremías y de los salmistas, Donne utiliza el campo de sus pruebas personales como el terreno para su gran lucha con el Todopoderoso. Luego de pasar una vida en un confuso andar errático, finalmente ha llegado a un lugar en el que puede ofrecerle algún servicio a Dios, y ahora, en ese preciso momento, una enfermedad mortal le asesta su golpe. En el horizonte no aparece otra cosa que no sea fiebre, dolor y muerte. ¿Qué hacer con esto?
En Devotions [Devociones], John le pide a Dios que entre en acción. “No tengo la justicia de Job, pero tengo su deseo: hablaré con el Todopoderoso y razonaré con Dios”. A veces, hostiga a Dios, otras se humilla y ruega por perdón, algunas veces discute enérgicamente. Sin embargo, ni una sola vez, Donne deja de lado a Dios en el proceso. El director de escena invisible sigue como una sombra cada pensamiento, cada oración.

Tomado de "Sobreviviente, a pesar de todo mi fe sobrevive", págs. 277-304. Editorial Unilit.

domingo, 8 de febrero de 2009

John Donne - 01

En el lecho de  muerte


Al final de la década de los ochenta, cuando la epidemia de SIDA diezmaba la comunidad homsexual y el Director de Salud Pública, Koop, recibía críticas por su actitud compasiva, un amigo mío contrajo la enfermedad. Llegué a conocer a David a través de la música clásica. Como miembro de la junta de Chicago Symphony, nos invitó a Janet y a mi a varios conciertos y nos presentó a los músicos de la orquesta.

Cuando nuestra amistad fue creciendo, David nos contó acerca de su peregrinaje. Había crecido en un hogar cristiano y había asistido a una universidad cristiana conservadora. Fue allí, en realidad, donde tuvo sus primeros contactos homosexuales. Más tarde declaró públicamente pertenecer a la comunidad homosexual y escogió un compañero. "sigo considerándome un cristiano evangélico", me dijo. "Creo que todo lo que dice la Biblia, bueno, casi todo. No sé que hacer con esos dos o tres versículos que hablan del contacto entre personas del mismo sexo. Tal vez esté pecando en mi estilo de vida. Tal vez esos versículos hablen de algo diferente. No se como reconciliar todas las cosas; pero si amo a Jesús y deseo servirlo".

Yo tampoco sabía como reconciliarlas. David daba testimonio a otros de su fe y donaba grandes sumas de dinero para causas cristianas, incluyendo los programas orientados a la sociedad que llevaba a cabo nuestra iglesia, a la cual él solía asistir. Ahora iba a la Moody Memorial Church, mantenía un perfil bajo y se estremecía cada vez que el pastor condenaba a la homosexualidad desde el púlpito. Pero le gustaba la música, y de todas las iglesias a las que había asistido, esta era la que se acercaba más a reflejar su propia teología. "La mayoría de los cristianos homosexuales son bastante conservadores en el aspecto teológico", explicó. "En la iglesia se nos acusa tanto que no nos molestaríamos en ir si no creyeramos que es la verdad".

Janet y yo tratamos de sr amigos fieles de David a pesar de nuestras diferencias. La enfermedad afectó su cuerpo de una manera lenta y terrible. Pasó las ultimas semanas de vida en el hospital, y lo visitábamos tan a menudo como mpodiamos. Algunas veces, lo encontrabamos lúcido y reflexivo. Otras, alucinaba, se imaginaba que éramos parientes o personas pertenecientes a su pasado. Cerca del final, su cuerpo se llenó de llagas púrpura, se le hinchó la lengua y al tener la boca llena de aftas, no podía hablar.

Cuando David finalmente murió, su compañero, consternado, me pidió que hablara en el funeral. "Puede decir lo que desee", me dijo. "Pero le pido una sola cosa: por favor, no predique acerca del juicio. La mayoría de las personas que vendrán no han ido a la iglesia en años. En la iglesia no han escuchado otra cosa que no sea juicio. Necesitan escuchar acerca de un Dios de gracia y misericordia, el Dios al cual David adoraba. Necesitan esperanza"

Durante los dos días siguientes, no fue mucho lo que hice. Escribí y rompí varios borradores de lo que iba a decir. El día previo al funeral, en un repentino momento de inspiración, me acerqué a la biblioteca y saqué un pequeño libro que no había mirado por años: "devociones para ocasiones de emergencia" de John Donne. Tenía las puntas superiores dobladas y estaba subrayado con muchas notas al margen, y al leerlo de nuevo me di cuenta de que no hubiera podido encontrar un mensaje más "moderno" y apropiado que aquel escrito por un poeta de la época isabelina, casi cuatro siglos atrás.

Miré a la audiencia mientras me encontraba de pie frente al púlpito la noche del funeral de David. Sus amistades eran un grupo de personas sofisticadas, amantes de la diversión, y muchos se habían reunido para honrar su vida. Algunos músicos de la Chicago Symphony se habían ido temprano del concierto vespertino y rápidamente se habían dirigido a la iglesia para brindar un tributo musical. Había observado que mientras cantábamos unos pocos himnos, muchos se sentían incómodos hasta de usar un himnario y mucho más de cantar. Sin lugar a dudas, este grupo no era un grupo de iglesia. Sin embargo, era un grupo dolorido: parecían pajarillos indefensos, hambrientos de palabras de consuelo y esperanza. La mayoría de ellos había perdido a otros amigos devorados por el SIDA en los años anteriores. Sentían culpa y confusión y también dolor. La tristeza imprenaba el santuario como si fuera niebla. Comencé contando la historia de John Donne (1573-1631), un hombre que conocía muy bien el dolor. Durante el lapso en que sirvió como decano de la Catedral de San Pablo, la iglesia más grande de Londres, tres oleadas de la Gran Plaga arrasaron la ciudad; tan solo la última epidemia mató a 40.000 personas. En total, la tercera parte de Londres murió, y otra tercera parte huyó al campo, trasnformando a vecindarios enteros en cuidades fantasma. La hierba crecía en medio de los adoquines. Profetas medio locos, con las ropas caídas, asolaban las calles desiertas proclamando a gritos el juicio y, en realidad, nadie creía que Dios había enviado la plaga como un flagelo por los pecados de Londres. En aquel momento de crisis, los londinenses rodearon a Donne en busca de una explicación; o al menos, una palabra de consuelo. Entonces, las primeras manchas de la enfermedad aparecieron en su propio cuerpo.

Los médicos le dijeron que se trataba de la plaga. Le quedaba poco tiempo. Durante seis semanas, estuvo tendido en en umbral de la muerte. Los tratamientos que le prescrbían eran tan crueles como la enfermedad: sangrías, cataplasmas tóxicas, aplicaciones de víboras y de palomas para quitar los "vapores del mal". Durante todo este período oscuro, Donne, que tenía prohibido leer o estudiar pero si podía escribir, compuso el libro Devociones.  Mientras yacía en la cama, convencido que iba a morir, tuvo una lucha sin tregua con el Dios Todopoderoso y la dejó registrada para la posteridad.

Aquel antiguo libro me ha servido como guía indispensable al pensar en el dolor. No solo cuando muere un amigo, sino cada vez que me siento avasallado por el sufrimiento, recurro a él para lograr una mejor comprensión. John Donne es insicivo sin ser blasfemo, es profundo si nser abstracto o impersonal. Cambió para siempre mi manera de pensar acerca del dolor y la muerte, y acerca de cómo mi fe les habla a estras crisis inevitables.

Tomado de "Sobreviviente, a pesar de todo mi fe sobrevive", págs 277-304. Editorial Unilit.

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miércoles, 4 de febrero de 2009

Navidad Domesticada


Cuando el misionero Jesuita Matteo Ricci fue a China en el siglo dieciséis, se llevó ejemplares de arte religioso para ilustrar la enseñanza cristiana ante personas que nunca antes la habían oído. Los chinos acogieron de inmediato con agrado los retratos de la Virgen María con su hijo en brazos, pero cuando les mostró cuadros de la crucifixión y trató de explicarles que, cuando el niño Dios llegó a adulto lo crucificaron, el auditorio reaccionó con repugnancia y horror. Prefirieron mucho más a la virgen e insistieron en rendirle culto a ella y no al Dios crucificado.
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Cuando vuelvo a revisar el montón de tarjetas de navidad, me doy cuenta que en los países cristianos hacemos lo mismo. Celebramos una festividad blanda, domesticada, exenta de cualquier indicio de escándalo. Sobre todo, eliminamos de ella cualquier recordatorio de como el relato que comenzó en Belén acabó en el Calvario.


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